Cuando nuestra muchachita iba por el parque recibía piropos que la molestaban a veces, porque no serían de chicos altos, rubios y de ojos claros, no allí, en ese país de negritos y mestizos, que es Venezuela. A su madre la llamaban “suegra”, cuando iba con ella, y ella le hacía cierta gracia, pero no la suficiente.
Esos morenitos gustaban de todo ser viviente.
Gustaban también de ella, eso que seguramente habría negras, mulatas, criollas y trigueñas mucho más sabrosonas, pero que no podrían ser más guapas ni más fieles que Alejandra.
Hubo una época en que saliendo a la calle, un mulato cuarentón le tocaba el culo y ella se iba inquieta a casa, pues no le gustaba que le hicieran eso, y se lo dijo a su madrina, le contó que se sentía molesta y perseguida, que se sentía humillada y maltratada, que se sentía mal por eso, y que no podía hacer nada. Dejó entonces de andar por la Hoyada, por el Silencio, por San Jacinto, por esos sitios donde ese mulatón ejercía sus fechorías varias, y supongo, hacia varias.
Su madrina era una mujer exquisita, donde las hubiese, se arreglaba mucho, con collares de colores caros y baratos, zarcillos grandes y pequeños, gorros finos diversos, se maquillaba, vestía bien, zapatos altos de diferentes modelos, andaba fino, comía fino. Y cocinaba, madre mía, como cocinaba.
Era enfermera y costurera. Trabajó en la casa del señor Kenfortenz Mijulay Portshalg. Un suizo que tuvo la suerte de tenerla con ella. Mucha suerte de tener su compañía, sus servicios sumamente valiosos, su gran talento para cocinar, cuando deseaba hacerlo, pues no era su trabajo. Era una santa manitas.
Le gustaban las limonadas, los pancitos con champiñones, los licores, en especial, el cuarenta y tres. Le gustaba la verdura al horno con salsa bechamel, el pescado cocido con caldo de verduras y pasta, los postres de bizcocho de frambuesa, el bizcocho de crema de caramelo, la rosca de anís y de frutas del bosque. Y también, el pan con mantequilla.
Cuando enfermó dejó al señor ese y se vino a casa, a vivir. Dormía en una bonita habitación pues su hermana la quería mucho, con verdadera devoción, la había criado, había sido su madre, pues la suya, propia muriera cuando ella tenía ocho años de edad.
La historia de su madre es cosa aparte. Fuera pobre pero dijo llegaría a rica pues no le gustaba ver pasar hambre a los suyos ni tener que comer siempre unas sopas de casi nada y pedacito de pan duro.
Trabajó fuerte y llegó a ser la mejor en su profesión, sin duda la mejor. Dijo de pequeña, a los doce años, que haría baúles de oro, pero el principal baúl de oro era ella. Sólo ella. Esa gran mujer que es la madre de Alejandra.
Fue en un barco desde A Coruña a Alemania, trabajó en una fábrica en donde la convirtieron en jefa de alemanes, italianos y españoles, pero luego volvió a La Coruña, y de ahí, a Venezuela. A su hermana no le iba bien el clima germánico y decidió irse al Caribe, pero no de vacaciones, sino para trabajar y trabajar.
Embarcó en un barco rumbo a Caracas, un lugar desconocido para ellos, su clima, su gente, ¿cómo sería aquello?. Ahora lo sabe.
En el barco se mareó y vomitó varias veces. El viaje fue duro.
Al llegar alquiló una casa de las que llamaban allí “de piezas”. Alquilaba habitaciones a gente, eso sí, respetuosa y que no armase escándalos.
Limpiaba las habitaciones, daban de comer, hacían buenos amigos venezolanos... incomparables con los de cualquier otro país.
Pero un día se casó, se fue a vivir a otro sitio con su padre y con su hermana. La casa de piezas desapareció de su vida para siempre. Se fueron a vivir a un pueblo cerca de Caracas, hicieron una casa muy bonita, se quisieron mucho, tuvieron hijos –dos hijas y tres chicos- ... Pudo cuidar a su padre y a su hermana a la que tanto y tanto quería hasta el día de su muerte.
Ella era una mujer hermosa y joven pero no le importó casarse con un hombre quince años mayor que ella.
Mi padre insistió mucho para que mi madre se fijase en él, le prometió mucho y no fue del todo fácil conquistarla, la quería. Y con el tiempo, supe, de verdad, de verdad.
Luego compraron dos pisos en Caracas. Aquellos de los que les hablé antes.
Allí donde Alejandra daba de comer a las palomitas, donde le puso nombre, donde las quiso tanto. Lugar que aún hoy recuerda, y mucho. Cada rincón es un recuerdo importante, sin duda.
Cada esquina, cada puerta, cada armario, cada cuadro, una odisea, un gran recuerdo de importancia. Que le acompañaría siempre. Allí también sintió miedo, allí no pensaba en el futuro ni en casarse. Solía decir a su padre: “yo no me voy a casar nunca”. Y el padre reía a carcajadas pues todas sus amigas, las de su edad estaban realmente deseando tener los añitos completitos para hacerlo. Tener hijos. Otras, todo hay que decirlo, querían estudiar carrera y el matrimonio, sin descartarle, era secundario, sumamente secundario.
A ella le daban un poco de rabia los hombres, le encontraba algún defecto a todos, y es que todos tienen defectos.
Alejandra era así.
Sólo deseó casarse luego de la muerte de su padre. Sólo en ese momento.
Alejandra era única en su especie. Un animalito distinto, pero animalito al fin.
¿Por qué nadie se habría atrevido a poner orden a su caos?. Su profundo y latente caos interior, cada vez mayor por la incomprensión del mundo exterior, ese que inexcusablemente la rodeaba.
Yo ya me conozco la historia.
Cuando tenía diez años, quería tener catorce para ser mayor. Esa era nuestra niñita Alejandra. Catorce años ya era otra historia. Era otra persona para la vida y esos años tardaron en pasarle, fueron eternos. Apresuraba los meses como empujándolos.
Quería crecer mucho, medir muchos centímetros, pero su límite estuvo en un metro setenta y cinco. No está mal. Era anchita de caderas, estrechita de espalda, de cara ovaladita.
Le gustaba la natación y ganó trofeos, ganó hasta a los hombres más preparados en ese deporte. A los más veloces. Nadaba como una princesa decidida todos los estilos, tenía el nivel más alto. El agua y ella eran muy buenas amigas.
Alejandra iba a nadar con zarcillos y con cadenas.
No podía vivir sin el contacto con el oro. Sin algo que rodease su cuello y que brillase, pero, que a la par, fuese algo con una imagen celestial. De los que nos cuidan desde arriba. Que los hay, sin duda.
Nadaba el estilo mariposa y no se cansaba, se sumergía bajo las aguas de la piscina y la atravesaba. Siempre veía que su compañero no le ganase, ella siempre primero, para eso tenía piernas y brazos. Tenía que usarlos.
Alejandra una vez perdió un zarcillo en la piscina y se puso a buscarlo como una loca, no podía contentarse con darlo por perdido.
Era un zarcillo muy bonito. Su preferido.
Una vez, con trece años, perdió su cadena y pensó, estaba segura, era su profesora de baile quien se lo robara. Casi se lo dice, pero unos minutos antes su madre la encontrara en otra parte, como tantas veces, se había vuelto a equivocar Alejandra en sus juicios.
Alejandra no perdonaba cualquier cosa.
A Alejandra le gustaba la historia y el arte contado desde sus inicios, dibujaba pero jamás sería buena pintando, decían las mentes que la envidiaban por ser artista.
Alejandra siempre buscó la felicidad, y sin embargo, su vida transcurría sin altos ni bajos destacables. No se puede decir que haya sido inmensamente feliz.
Dio de comer varias veces a unos gatitos que vivían en un campo de un Liceo en Caracas, cerca de su casa, y los negros cuando pasaban y la veían le decían: “quien fuera gato”, ella acariciaba a esos hermosos felinos pues le daban franca lástima.
No escribía mucho porque le daba vergüenza después de lo que escribía, al releerse en silencio, aunque jamás lo hacía con detenimiento, igual que redactar.
Alejandra sufría de dolores de cabeza y cuando le venía la menstruación.
Deseó una vez en su casa ser una santa como el doctor José Gregorio Hernández, médico al que admiraba. Luego desistió de tal fatídica idea, no era buena. Clarito que no lo era.
Alejandra sabía hilar muy fino si se daba la circunstancia.
A Alejandra le daban lástima, hasta los diablos. Les perdonaba todo menos la muerte.
Le gustaba el cine y las películas mejicanas. Veía en las tardes Phaxinges ZFR 678, Mi bella modelo de la calle Riurtypell 88 y el Chamaquito del 93 tres cuartos multiplicados por dos.
A Alejandra le costaba entender de ordenadores.
Le gustaban las comidas de navidad, los pasteles con nata y con crema, los bombones de chocolate y licor, las cachapas, las galletas de soda, la frescolita sabor a naranja y el Seven up.
Alejandra solía dar algo, pero en ocasiones, muy poco, a quien estuviera pidiendo en las calles. No deseaba ser uno de ellos. Varias veces, dio grandes cantidades de ropa que les sobraba a gente necesitada. Algunos de ellos la mal usaron. Todo hay que decirlo, otros, la revendieron. Muchas veces daba a manos llenas, otras, hasta deseaba robar al más pobre. Esta es la cara oscura de esta mujer.
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