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Alejandra Alejandra, mujer sonde las haya. Sí Señor (X)

El paseo con Conde por el pueblo y el bosque
Aurora Peregrina Varela Rodriguez
domingo, 30 de abril de 2017, 12:02 h (CET)

Unnamed 6 1

Conde Blanquellty era un caballo saleroso, fresco, fino y muy fiel a las doncellas y yeguas, en ocasiones parecía que quería hablar, y de no ser porque no se entendía nada, podría decirse que lo hacía.

Era un caballo precioso donde los haya, aunque el caballo negro de su hermano era también muy lindo, tenía salero al andar.

Alejandra salía a dar paseos los fines de semana con Conde, pero no todos.

Uno de ellos fue por el pueblo y todos la llamaban “la condesa”.

En el pueblo, atravesó muchas calles apartándose de los coches que pasaban veloces. A una velocidad superior a la permitida, que era 50km por hora.

Había un hombre que la admiraba en secreto y ese día no pudo más que confesársele, frente a frente, cara a cara.

-Alejandra, para ahí, detente que debo hablarte.

-¿Qué quieres, molestón?, le contestó a ese ser tan inoportuno.

-Alejandra ven a mi casa o tomamos un chocolatito en una cafetería, ¿quién dice que tú y yo no podamos llegar a entendernos algún día?

-No me interesas Gabriel. Soy así de clara, como me enseñaron a ser. Así, sin más. ¿Para qué iba a engañarte?. Soy franca. Agua que no has de beber...

-O bajas del caballo o te bajo yo, como que me llamo Gabriel Serafín.

-No puedes.

Pero él fue y la bajó.

Cuando bajando quedaron cuerpo a cuerpo, Alejandra sintió algo por ese hombre que le llevaba unos veinte años, pero no sabía explicar la razón.

Sus brazos fuertes rodeándola, sus labios carnosos y su mirada tan potente, tan dominadora, que le decía:

-Te quiero, te necesito, ven a mí, ven conmigo para siempre.

-No me agarres así -alcanzó a decir.

Pero él la cogió más fuerte y la besó, apasionadamente.

Ella se dejó, pero porque quiso, nadie la obligaría sino fuera así, estaba acostumbrada a usar uñas y dientes cuando hacía falta.

La besó y acarició su cuerpo con una profunda ternura, allí en un rincón del planeta donde no los veía nadie, el cielo por techo, él se llenó de ella. Supo también que ella se dejaba acariciar y querer, sin más.

Desamarró las tiras de su traje y sacó su camisa, vio sus pechos morenos y los apretó hacia sí…

Gabriel era un solterón no porque no le faltase con quien casarse, sino porque era muy hombre, una especie de machote, y tenía miedo de hacer daño si se casaba con alguien, pero la belleza de Alejandra le hacía intuir que jamás podría hacerle ningún daño. No a ella.

Ella le pidió que se apartase de él, que no quería llegar a más, pero él le pedía otro poquito, un ratito más de aquella prohibida pasión.

-Te amo, sé que no te casarás conmigo, déjame al menos besarte.

Ella pensaba para sí, besarme está bien, pero ya me tiene medio desnuda.

Despavorida salió corriendo por todo el pueblo montada en su caballo y se adentró en el Bosque de la Plata.

En su interior, se dio cuenta que había perdido su camisa. Luego le dijeran que Gabriel se había quedado con ella y no pensaba devolvérsela.

-Que venga ella por su camisa si la quiere, decía. La estaré esperando.

En el bosque Alejandra cubrió su torso con un pañuelo. Se había cansado tanto que no sabía como regresar.

Decidió dar un paseo e intentar olvidar.

No le importó su falta de indumentaria ni las roturas de sus prendas, ni que estas fueran de las caras.

Estuvo mucho tiempo recordando el beso de ese Gabriel.

Le gustó bastante.

Vaya sino le ha gustado que se quedó soñando con él media hora debajo de un roble mientras iba contando las hormigas y las mariposas.

Conde era su cómplice y parecía reírse.

Ese Gabriel tenía una fuerza en los brazos y en la mirada que desconocía. Ahora sabía de lo que era capaz ese hombrón. Ahora sabía a que atenerse cuando pasara por esos rincones del pueblo. Sabía,!que caray¡, sabía que le gustaba, a pesar de su diferencia de edad, de su mal genio. Se estremeció. Tuvo miedo femenino. Se sintió suya de arriba a abajo.

Sintió que podría llegar a más con él sin importarle quien era, de qué familia era. Sin importarle nada. Nada en absoluto.

Era un candidato bastante exacto, pero tenía fama de mal carácter y ella era una bárbara.

Conde se reía con los ojitos. Era más bonito, aún si cabe, allí, en el bosque, en medio de tantos árboles.

Conde tenía el porte más elegante, allí donde los haya, en cualquier lugar de la bola terráquea.

Conde era un animal muy valioso por su belleza y nobleza.

Conde llamaba la atención por donde pasaba, casi tanto como Alejandra.

En el bosque vivían unos indígenas de la zona, no recuerdo su nombre. Comían pescado de un río y determinadas plantas. Alejandra se quedó hablando con ellos un rato, sin miedo pues eran realmente hospitalarios. La invitaron a almorzar, y su comida, a su juicio, no estaba nada mal.

A ella que le gustaba coleccionar recetas, no le hubiera importado, en determinado momento, anotar la suya e incluso realizarla de vez en cuando, aunque tendría que contar con ir a buscar plantas a ese bosque tan misterioso.

Alejandra no entendía de hipocresías cuando no le convenía.

Alejandra sabía poner los puntos sobre las íes todas.

No pasó bien su conciencia que Gabriel la hubiera tocado tanto y sin medirse.

Pensó en vengarse, pero tenía miedo de volver a verle. Mejor olvidarlo todo, no pasó nada. Se acarició el pañuelo que cubría su cuerpo desnudo.

Alejandra se acordó en ese bosque, noventa por cien atípico de esas zonas de Venezuela, de la historia que le contó un español y la que no hubiera deseado jamás vivir, pues para ella no tener familia era lo peor:

Esta es la historia de una niña pobre del Caribe, que pasando los días se daba cuenta de que su gran ilusión era ir a Europa y se fue, en concreto a la tierra de sus padres, España, le llamaba la atención Galicia, tierra verde y fértil, de la cual lo único que no le gustaba, eran las constantes lluvias que no la dejaban salir y caminar a gusto por la ciudad en la que vivía, Santiago de Compostela. Hizo sus estudios en Caracas-Venezuela, en dos colegios, ambos regentados por madres teresianas españolas.

Desde pequeña tuvo vocación de ayuda y servicio a los demás, como algo fundamental para la realización personal. Primero, con dos o tres años, decía que quería ser enfermera, conforme pasaron los años, sintió vocación por la medicina y la astrología, su padre pensó entonces en mandarla a estudiar a Houston, en norteamérica, pero finalmente se dedicó a los ordenadores estudiando Informática en Madrid.

En realidad, esa niña no desearía ir a esa capital europea a estudiar, pero al llegar a ese sitio se sintió motivada por tantos monumentos grandiosos, además, la gente parecía vivir con libertad, una libertad extrema, que sin saber bien porque, ella nunca tuvo oportunidad de vivir, quizás por vivir en Caracas, quizás por ser distinta. Por eso huyó de ahí al acabar sus estudios a La Coruña, un lugar, en el que, aunque había mucho vicio también, era más llevadero, pues era una ciudad más pequeña y acogedora, además se sentía erróneamente protegida por los hermanos de su padre, erróneamente pues más tarde descubrió que eran sus grandes enemigos y desde entonces no deseó volver a verles.

Que engañada estaba pensando que eran buenas personas, cuando su madre le decía todos los días que no era así, que eran “tramposos”, que eran ladrones, extraficantes de pieles, falsos, poco amigos.

Se llevó una gran desilusión, pues había estado siempre pensando bien de la familia para descubrir, un día, que nunca la tuviera.

Ella llegó a estudiar francés en La cité de Franchiett Deux e inglés en el One and anothers numbers International de Caracas.

Alejandra miró fijamente los ojos de su caballo y le preguntó:

-¿Te gusta Gabriel?

El caballo bajó la cabeza y se alejó de ella.

Alejandra se fue entre los árboles contándolos hasta que perdió la cuenta de ellos. Pasó por sitios entre los que apenas veía el cielo pues las ramas de los árboles se entremezclaban en lo alto.

Alejandra vio serpientes y bichos raros de toda clase que a su paso se alejaban. Tuvo miedo y sacó la pistola, por si acaso.

Alejandra conocía bien el sitio, lo visitara de pequeña, pero se había salido de lo conocido pues era una zona bastante extensa.

Por un momento e ilusamente, pensó que si corría peligro, Gabriel vendría a salvarla, pero él estaba en su casa, duchándose y no tenía idea de donde estaba ella. No por ello no la quería, Gabriel mismo llegó a preguntarse si le habría hecho daño a su niña, pero fuera un impulso imposible de frenar, de los que atacan a los muy machos.

Lo pasó bien Gabriel, eso que estaba forzándola a hacer lo que no quería, en un principio, pero es que él si deseaba estar muy cerca de ella.

Alejandra vio unos pajaritos hermosos de muchos y distintos colores y se sintió feliz, quiso ponerles de comer pero no tenía pan ni bollería. Los pajaritos la rodearon haciendo un coro de distintos sonidos, todos agradables e irrepetibles. Uno de ellos se le puso en la cabeza y casi pudo cogerlo.

Conde empezó a ponerse nervioso y decidió regresar a casa.

De vuelta recordó de nuevo el camino andado, lleno de flores silvestres y animalitos salvajes. Era bonito ese sitio, lleno de color y armonía.

Alejandra fue feliz allí. Sola, con su caballo y con seres extraños, con miedo, pero finalmente, feliz.

De camino a su casa, pasó por delante de la casa de Gabriel, y le vio de pie en la puerta muy peinado y limpio, ella le pidió la blusa que le arrebatara y él, muy chulo, le dijo que pasara a buscarla.

Despavorida, Alejandra salió corriendo y no dejó de preguntarse porque se le habría ocurrido pedirle la blusa a Gabriel luego de lo acontecido.

Pensó también que Gabriel tenía unos ojos muy bonitos y que parecía un Comandante de las Fuerzas Armadas de Shiertponbiú cuando se ponía serio, con las manos en la cintura y hablando, decididamente, de todo y sobre todo. Sólo le faltaba mostrar sus pistolas, que sin lugar a dudas, las tendría guardadas en algún lugar para no asustar a nadie.

Puede que por eso se entregara a él, porque le tenía miedo.

Al poco de entrar Alejandra en su casa tocaron a su puerta. Ella acababa de bañarse, pero estaba sola en la vivienda y fue a ver quien era. Miró por la mirilla de la puerta y era él, Gabriel. Entonces no le abrió, le habló a través de la puerta que les separaba. Tuvo ese valor.

-¿Qué quieres mal nacido?

-Te traigo tu blusa, no me la habías pedido. La encontré, abre y te la daré.

-No la quiero ya, estará rota. Olvidaré lo que pasó, pero no me molestes más.

-Te pido verdaderas disculpas, ¿quieres tomar algo?. Lo que quieras para olvidar ese mal trago que veo, te hice pasar mi cielo.

-No gracias, no me apetece nada.

-Me dijeron que te vieran entrar en el bosque, no vuelvas sola, es peligroso ese sitio.

-Yo conozco ese sitio como la palma de mi mano.

-Hay serpientes venenosas.

-Huían a mis pasos.

-Son venenosas.

-Tu también eres venenoso Y mucho más.

-Cuídate amor. Quisiera volver a verte, aunque sea de lejos.

-Te mandaría al diablo.

-¿Volveremos a vernos?. Te estoy haciendo una invitación formal corazón mío.

-No quiero volver a verte, ni de lejos, ni de cerca, ni a través de una puerta, ni por intermediarios, ni por nada en este mundo. Nunca más en mi vida.

-Alejandra subió las escaleras y se olvidó de él. Durante la noche, Gabriel vino con unos amigos a cantarle una serenata. Ella pensó en tirarle tomates maduros, pero era una falta de detalle para tal gesto amable de traer unos músicos y de ponerse a cantar como un mariachi mejicano.

Sencillamente no salió a la ventana y pidió a su familia que tampoco lo hiciera.

Él comprendió que no era el momento para conquistarla y al marcharse, sólo una cosa le dijo:

-Bárbara, bravía, el bosque sería tu mejor vivienda, seguramente te adaptes.

Sin saber porque ese hombre la había hecho sentir mal, le dio la risa.

Ella no se veía futuro con él, era mayor que ella y ella tenía, como toda joven, sus gustos.

A Alejandra le hizo gracia Dida, un personaje de televisión que decía que Dios cuando ya no tenía nada mejor que hacer la hizo a ella. Dida decía que Dios la seguía y hablaba con él.

Alejandra, con los nervios, había cenado mucha pizza, patatas, ensalada y sardinas y le habían sentado mal.

Se tomo un medicamento para el estómago llamado “ilmaxín” y se sintió aliviada.

Todas las mañanas tomaba unas pastillas de “vientre plano” para sacar los gases y otras de “puntualidad cotidiana” que eran de ciruelas.

Cuando se sentía con gripe tomaba dos “fheldegnhes” durante cinco días, que le sacaban la inflamación de la garganta. También andaba con bufandas hasta sentir alivio de los síntomas.

Con todo lo ocurrido durante el día, Alejandra no pudo pegar ojo, que se dice fácil.

Por la mañana se acordó de la serenata de ese Gabriel, era la primera vez que le pasaba tal cosa.

Pensó que no cantaba tan mal. Pensó que no era nada feo.

Que así como podía parecer un Comandante uniformado, también podía parecer bien un mariachi mejicano de poca o mucha monta.

Le hizo gracia su gesto.

En Venezuela no se estilaban esas cosas, pero a ella le pasó. Y de un venezolano, como lo era ella. Que ocurrencias de chiquillo tenía ese Gabriel, ese hombre, en apariencias, tan maduro.

Venezuela tiene aún muchos detalles que ofrecer en sus gentes, pensó. Gabriel debía de ir a trabajar a Radio Rochelaxa Sanpuertyá. Era un programa cómico de la televisión con el que ella se reía mucho los lunes a las 20:00h.

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