La valentía de Alejandra estaba casi desde su nacimiento demostrada.
De bebé ya golpeaba a los que tenía a su alrededor y daba fuertes gritos. Más que cualquiera de su edad.
No obstante, también demostró tener sensibilidad en muchas ocasiones.
Algunos dudaban de su carácter fuerte y hostil y la consideraban una mujer buena y justa.
A Alejandra no le gustaba que le llamasen buena.
Los buenos, pensaba, sufrían mucho, y ella no quería sufrir.
Los buenos, pensaba, tenían que vivir con demasiado cuidado en este mundo y ella no quería vivir de ese modo. Ella quería atragantarse con la vida, si bien no cometer excesos que le hicieran sentirse culpable.
Ella prefería que la considerasen una persona más bien mal.
Así sufriría menos en este mundo de delincuentes y diablos.
Al llevar una vida normal hubo quienes le decían al verla pasar por la calle:
-Buena moza, ya no eres la barbarita que eras de pequeñita.
-¿Cuando nos casamos?. De Bárbara te pasaste a Alejandrita.
-¡Hola¡ pequeña fiera ya domada.
-Se te quitó la bravura con los años, eso que naciste diablita.
-De diablo a angelita, ¿quién te dio domado?
-Buena moza y buenaza pa´los chamos, que partidito pa´casarse.
-¿Cuántos chamitos quieres, que sé que me los vas a cuidar muy bien mi trigueñita?.
-¿Ya fuiste a misa?. ¿Algo que confesar guapa?.
-Gastaron mucho tus padres en ti. Yo te conocí bravía. Como la selva. Como el mar enfurecido.
-¿Viste la película “La fierecilla domada”?
-Ven a mi casita linda y te saco las asperezas pa´que seas realmente una condesita.
-Quien te ha visto y quien te ve.
-Alejandra va haber quien te gane en el pueblo.
Los comentarios sobre su cambio de carácter eran constantes en el pueblo y empezaban a molestarla realmente.
A los días siguientes incluso la tocaban y empujaban mientras la increpaban.
Eso la molestaba aún más, pues no soportaba que la tocasen extraños o gente que sólo viera de paso.
Cuando llegaba a casa se sentía profundamente herida. Se quedaba pensando: “la fierecilla domada, ven a mi casa, yo te conocí bravía, hay quien te gane, ¿dónde está tu valor?, ¿fuiste a misa?, ya no eres lo que eras”.
Sintió que tenía que hacer algo urgentemente.
El pueblo estaba acabando con ella.
Quizás lo que querían era que ella volviese a ser lo que era.
Eso era imposible, la educación pesaba sobre sus hombros.
Esa educación no era cualquier cosa.
Era una labor de muchos años de trabajo, de muchos esfuerzos por cambiar. Pero ella sabía, que en el fondo, estaba ella.
La que siempre había sido.
Una mujer brava e indomable. Yo diría que… sin sentimientos.
Una mujer hecha de hierro en casi todo.
Sólo con ternura hacia su caballo, su perro, su gato y su madre. Prácticamente hacia nadie más.
Ella estaba allí.
Todos estos años se había esforzado en esconder lo que tuviese de dulzura.
Todos estos años había disimulado su presencia.
Todos estos años había intentado cambiar a mejor persona para llevarse mejor con los demás.
Ella fue así.
Esos comentarios estaban haciendo que su trabajo saliese peor. No sentía deseos de ir al pueblo el fin de semana.
Sentía vergüenza y a su vez, sentía que tenía que defenderse de sus agresores rápidamente o acabarían con ella.
-No le hagas caso hijita.
-Mamá me hacen daño.
-Deséchalos. Pasaron muchos años desde tus travesuras.
-Me hacen comentarios todos los días, ya casi no puedo salir por las calles del pueblo. Incluso entran en nuestra propiedad, les veo por la ventana del salón, riéndose, muy valientes, incluso vienen mujeres a molestarme.
-Están envidiosos porque te has hecho un puesto en la vida, has salido adelante, te has realizado como persona, tienes una buena familia, has recibido una buena educación, has llegado lejos, hijita. Ellos se han quedado aquí en el pueblo, sólo para ir de baranda, cosechar unas lechugas y otras hortalizas e ir de bares por las noches. Eso es lo único que han hecho con sus vidas.
-Me molestan y a eso hay que darles parón.
-No hay que hacerle. Ya se cansarán.
-No tengo paciencia para esperar, mi vida se está viendo alterada por esos locos.
Ya ni salgo a pasear con Conde. No quiero darle de comer al perro porque temo salir y allí estén ellos...
Estoy realmente harta.
Ya no puedo más.
-Yo no puedo hacer nada. Son chamos, ya se cansarán.
-Les odio.
-Con algunos estudiaste en el colegio. Tú ahora eres una señorita y ellos siguen siendo lo que eran. No salieron adelante.
Muchos te pretenden y tú no les haces caso.
Dos de ellos vinieron a pedirme tu mano. Yo no te lo dije porque sé que no te gustan esos chicos, pero fue así.
Al no poderte tener toman la venganza de esa manera, pero ya se les pasará, en cuanto conozcan a otras muchachas.
Alejandra le preguntó quienes fueran a pedir su mano.
-Fue Carlos el de doña Vicenta, que es de tu edad, que trabaja en el taller de coches y Marcelo el dueño de la panadería de la esquina.
Alejandra jamás se lo hubiera imaginado.
Esos dos en los que ni siquiera había pensado jamás, fueran a pedir su mano. Y su madre no le dijo nada. Y si ella hubiera querido casarse con ellos.
Su madre omitió esa realidad. Fue cruel.
Se sintió mal, pero luego comprendió que lo que iba a hacer era jugar con ellos y luego dejarles, de un día para otro, para siempre.
Pasaron los días y los comentarios sobre ella y los empujones y los chismes seguían.
Ella se molestaba cada vez más e incluso pensó en ir al psiquiatra, pero no era lo suyo.
Para ella el mejor psicólogo era uno mismo. Además, una vez que fuera en el colegio a una loquera no le remedió su problema.
Alejandra tenía que resolver este problema cara a cara. De frente. Como un macho. Como siempre creyó que se solucionaban los problemas siendo más pequeña.
Una noche cogió uno de los vaqueros nuevos que se había comprado, el rosado, creo, con una franela unicolor y un sombrero del lejanísimo oeste y a las diez de la noche salió a pasear por la calle.
El pelo lo llevaba suelto, sin ningún gancho.
Paró en un bar muy conocido y pidió una cerveza bien fría.
Apenas acabó de tomarla y se le acercaron tres fulanos a tocarla e increparla.
-Alejandrita, una niña buena no puede andar por la calle así como así. La noche es de las putas y los hombres como nosotros.
Ella dejó que siguieran.
-¿Cambiaste de profesión Alejandra?
-¿Te vienes conmigo esta noche?
-Yo la he visto primero -dijo el más bajito.
-Hay mujer pa´tres -creo yo. Y creo bien.
-Yo también lo creo.
-¿Con cual quieres empezar Alejandrita?
Cada vez se le acercaban más y ya empezaban a quererla llevar para los matorrales de los alrededores.
La gente empezó a hacer un coro alrededor de la escena que se estaba formando y a animar a los machotes del lugar que tanto molestaban.
Cada vez se acumulaba más gente a su alrededor. Era realmente increíble.
Alejandra comenzó a olvidar de una vez por todas toda su educación de primera clase, como sabía ocurriría y se levantó de un golpe dando una bofetada al más bajito que ya casi alcanzaba a besarla en los labios.
-Aquí mando yo, patanes, desgraciados. Dijo.
Algunos estupefactos se miraron. Otros empezaron a reírse.
-¿Qué dices Alejandra?. Mira cuantos somos.
Ella les miró a todos con ojos negros teñidos de profunda muerte.
-Aquí mando yo, volvió a repetir. Yo decido si quiero o no quiero hacer lo que me dicen. Yo decido con quien hablo. Yo decido si quiero un corillo hablando mal de mí a mí alrededor y a mis espaldas.
Dio un paso al frente.
-Aquí mando yo.
Se quedaron todos callados durante un minuto.
Luego el más bajito dijo:
-Démosle una lección.
Se acercaron a hacerle daño y entonces ella sacó una pistola y disparó al aire, como pasa en las películas, igual.
Todos se asustaron. Algunos se fueron, comprendiendo que Alejandra seguía siendo la bravía muchachita de siempre. Los que no, se arrepentirían para siempre. Créanme que sí.
Unos pocos no quisieron desistir y la daban por una reconvertida total a los buenos modales y a la vida sana.
Siguieron increpándola. Entonces ella les disparó.
A uno le hirió en una pierna.
A otro en un brazo.
Acabó tan enfurecida que ya no sabía donde disparar.
Hasta que todos se alejaron y ella pudo por fin gritar:
-Vuelvo a ser libre.
Quien vuelva a molestarme de ahora en adelante, le mato, le mato.
Todos se asustaron de verdad, pues de tanto sufrir en esta vida, ella estaba realmente fuera de sí. Nada le importaba.
Ni siquiera le importaba ver cadáveres a su alrededor en lugar de escuchar un corillo de brutos.
Pronto llegaron las ambulancias para llevar a los heridos y la policía que empezó a hacer las primeras preguntas:
-¿Qué pasó aquí, quién fue el autor de los disparos?
Nadie se atrevió a señalar a Alejandra. Le tenían miedo pues aún guardaba su pistola y reconocían haberla molestado demasiado.
-Fueron peleas callejeras señor policía.
-Fueron unos chiquillos, unos chamos que cogerían la pistola a su padre para asustar a la gente del pueblo. Luego de disparar, se fueron monte adentro, ya estarán en sus casas, riéndose por lo que hicieron.
-Llévense a los enfermos señor agente y cuídenlos bien.
-¿Quiere un cafecito señor agente?
-¿Quieren sentarse los señores agentes?
-Olvídense de esto señores agentes. Pasen hoja.
-Este es un pueblo pacífico, es la primera vez que pasa algo así. Váyanse a atender casos peores.
-Váyanse señores agentes.
-Tomen otros caminos. Aquí no hay nadita que hacer. Naitica.
Los policías se fueron luego de tomar unos cafés y charlar con algunos viandantes del pueblo.
No podían sacar ningún tipo de información. Era imposible.
Se fueron de cansancio por las tantas preguntas realizadas. Lo dieron todo por imposible.
Al marchar se encontraron frente a frente con Alejandra.
Era guapa esa chica. Tenía los ojos muy grandes, estaba delgada, el pelo era hermoso.
-Fui yo señores agentes.
Ellos no podían creérselo.
-¿Usted?
-Si, yo me confieso culpable de esos disparos que hirieron a esos inútiles.
-¿Por qué?
-Porque llevaban días molestándome, diciéndome cosas que me molestaban como que había dejado de ser bravía, así como me conocieran de pequeña.
Uno de los agentes no pudo evitar preguntar:
-¿Tu no serás Alejandra?
-La misma que viste y calza.
-Entonces no me extraña que hiciera esto. Deténganla.
Cuando le iban a poner las esposas en las muñecas llegó su padre.
-¿Qué pasa aquí?
-Yo papá, arreglé unas cuentas como se arreglan aquí.
-¿Qué has hecho?
-Disparé a dos que estaban molestándome y les herí.
-Señores agentes por favor no lleven a mi hijita. Me creo la historia, pero por lo que más quieran, déjenme pagar la fianza. Yo me hago responsable de lo sucedido.
-Saldrá mañana de la prisión, pero antes debemos interrogarla.
-Voy con ella por favor soy su padre.
-Okey, pero guarde silencio.
-Alejandrita, ¿cómo hiciste eso mijita?
-Había que hacer algo. Estaba hasta el moño.
Esa noche la pasaron en la comisaría. Uno de los agentes dijo que no le gustaría tener una hija así, pero el otro sintió simpatía por ella y hasta la comprendió. La fianza la pagaron al día siguiente.
Ella salió en libertad, pero nada quiso saber de aquellos a los que había herido. Llevaran lo que se merecían.
Para ella, con esa acción se había pasado una página en su vida y también en la de ellos. Era el fin de una interminable historia de pesadillas.
Ella quería ser normal, pero ahora sabía, también podía ser una fiera, una verdadera fiera. No volvieron a molestarla en el pueblo y algunos incluso le llevaron algún regalo para contentarla. Ella lo rechazó todo.
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