Nadie en su sano juicio pone hoy en duda que la Guerra de Irak ha tenido como objetivo espurio el petróleo, ni nadie con dos dedos de frente puede dudar que la Guerra de Afganistán no tiene nada que ver con libertades, persecución de terroristas o burkas, sino con tierras raras imprescindibles para el soporte tecnológico de las potencias y, cómo no, con el control de la producción de opio, siendo como es el mayor productor del mundo, hoy en manos de las potencias invasoras, las cuales se aseguran la producción y comercialización internacional, dominando así uno de los negocio más rentables existentes.
Éstas son guerras ruidosas y conocidas más o menos, aunque se disfracen las causas que los motivaron con explosiones contra rascacielos (tienen muchos más) o violaciones de los derechos humanos (¡será que Guantánamo es una filial de Cáritas, por ejemplo); pero hay otras guerras no menos cruentas que se libran de espaldas a toda noticia. Guerras sordas no porque no se hable de ellas, sino porque todavía no han sido hechos públicos sus genuinos fines al grueso de la población, así como ahora sabemos sin lugar a dudas qué les movieron a las potencias en las otras para invadir los países que he mencionado. Y entre las Guerras Sordas que han costado y están costando en estos precisos instantes mucha más sangre de la que el ciudadano medio se puede imaginar, se encuentran dos que conviene tener muy presentes por las consecuencias futuras: la Guerra del Coltán y la Guerra Azul.
Del coltán ha escuchado hablar casi todo el mundo, pero pocos saben que es un mineral particularmente escaso (mezcla de niobio y tantalio) imprescindible para que cualquier potencia funcione porque es el alma de la electrónica y la informática. Sus yacimientos no se encuentran aglutinados en minas o filones susceptibles de ser explotados por imponentes compañías mineras, sino que se trata de pequeñas piedras gris-azuladas que están desperdigadas en la tierra en ciertas partes de África (con una densidad tan escasa que hace inviable cualquier explotación masiva), y por cuya explotación y apropiación las potencias se están enfrentando subterráneamente potenciando a señores de la guerra locales, los cuales tienen licencia para perpetrar todo tipo de barbaries, siempre que garanticen el imprescindible suministro. En la República del Congo se encuentra el grueso de las reservas mundiales, y, por esta causa, hay una sangrienta guerra civil soterrada desde 1998 que no llega a los diarios e informativos, a pesar de las incontables víctimas que produce. Si apunto que Ruanda-Burundi y otros países limítrofes son los territorios en que se encuentra el resto de las reservas mundiales, seguro que ya pueden hacerse idea del porqué de aquella sangrienta guerra que produjo un millón de cruentas muertes ante la incomprensible indiferencia de Occidente. Y no es sólo muerte, sino también esclavitud en la pérfida y clásica afección del término, pues que para la búsqueda y recolección de este material tan estratégico se precisa de ingentes cantidades de hombre (y niños), los cuales son esclavizados por aquellos señores de la guerra, pero contando con la comprensión y el apoyo de las potencias. Y la ONU, en silencio culpable.
Tampoco llega a los diarios la guerra sorda que se libra entre las grandes potencias por adquirir suelo africano, en muy buena medida financiados y sostenidos por las turbias estrategias del BM. China y Corea, que también quieren su parte del pastel, han comprado recientemente millones de hectáreas, convirtiendo a África, entre países y empresas multinacionales en una suerte de Pandemónium por apropiarse de sus recursos, ya madereros o ya suelos agrícolas, en cuya lid no son ajenas las grandes compañías bananeras norteamericanas al modo y manera a como invadieron Centroamérica en el XIX y principios del XX. Y todo esto, claro, sin contar con que en este continente tienen las grandes farmacéuticas a una ingente masa de seres humanos con los que ensayar sus pócimas sin tener que soportar los costosos y larguísimos controles occidentales. África se ha convertido en el patio trasero de Occidente (y ahora también de Oriente), donde todo está permitido, y donde la codicia de los beneficios está empujando a las potencias a una neocolonización salvaje. En cuanto a las adquisiciones de suelo, con la excusa de créditos que no pueden pagar los países africanos al BM, son forzadas por éste a vender su suelo a empresas privadas y potencias, garantizando la hambruna de los nacionales y el suministro de los países neocoloniales; y con la excusa de hacer inversiones para explotar un suelo que los nacionales no pueden explotar intensivamente por falta de recursos propios, las compañías occidentales están apropiándose de los suelos agrícolas o madereros africanos, manteniendo a un mínimo de la población con salarios tercermundistas y dejando a toda la demás sin espacio ni para un cultivo de supervivencia. África, hoy, está sufriendo una segunda colonización tal, que los términos en inglés que se usan para definir esta actividad tan enjundiosa para los llamados “inversores”, son: Land Grab (robo o usurpación de tierras). Con esto, está dicho todo. Más de 50 millones de hectáreas en una veintena de países africanos han sido vendidas a las potencias, según algunas fuentes de toda solvencia (sólo el año pasado una compañía automovilista coreana compró 10 millones de hectáreas en Madagascar), con todo lo que ello conlleva de migraciones de población, hambrunas, etcétera. Y la ONU, en silencio culpable.
Sin embargo, hay más. Al menos en la parte occidental del mundo en que vivimos, casi todos dan por cierto que la Guerra de Libia fue desatada por la OTAN para proteger los derechos humanos de la población de un tirano. Algunos, pocos, dudan de esta información sesgada no sólo arguyendo que el remedio ha sido mucho peor que la enfermedad (las matanzas a sangre fría de gadafistas han sido como una limpieza étnica en toda regla), sino también porque ven en el petróleo libio una especie de réplica de lo sucedido con Iraq, y es verdad en buena medida. Sin embargo, ni ha sido casual el infame asesinato de Gadafi y sus hijos, ejecutados sin duda por órdenes venidas de lo más alto –había que silenciarle a cualquier precio-, ni el petróleo fue la única causa. 150 toneladas de oro han desaparecido, y esto puede parecer una buena justificación para la “inversión” militar que ha hecho la OTAN; pero la verdadera causa de la Guerra de Libia, ha sido la apropiación de sus recursos hídricos. Puede parecer paradójico que Occidente libre una guerra en el desierto por apropiarse del agua que hay en uno de los países más secos del mundo; pero esto sólo es verdad si uno contempla el paisaje. Si se consideran los resultados de las prospecciones del subsuelo hechas en busca de petróleo y se repara en lo que se encontró, la cuestión cobra un matiz completamente distinto. A tenor de estos resultados, Libia tiene la segunda reserva mundial de agua dulce (fósil; es decir, purísima) del mundo, ponderada en principio en una cantidad que podría superar los 12000 kilómetros cúbicos, lo que sería más o menos suficiente como para convertir en un vergel… una docena de planetas como la Tierra, desiertos incluidos. Ésta y no otra ha sido la causa real de la Guerra de Libia, conocida como Guerra Azul entre las potencias: la guerra por uno de los bienes más escasos de cara al futuro: el agua dulce. Y la ONU, en silencio culpable.
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