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Multitudinaria soledad

Mientras la población humana crece sin cesar, nunca el hombre se encontró más solo
Ángel Ruiz Cediel
lunes, 31 de octubre de 2011, 09:56 h (CET)
Ayer se alcanzaron oficialmente los siete mil millones de almas vivas sobre la Tierra, y, con la tendencia actual de crecimiento, en el 2050 seremos aproximadamente diez mil millones de seres humanos los que poblaremos el planeta. Este dato, en cierta forma halagüeño debido a que el incremento de la población se debe en muy buena medida a un mayor respeto de los derechos humanos que en épocas pasadas en todo el mundo, a un incontestable avance de la medicina y el bienestar social, y a una notable disminución de las guerras y pestes tan tradicionales a lo largo de la andadura humana, es, sin embargo, una espada de Damocles que pende sobre la cabeza del género por cuanto los recursos del planeta son extremadamente limitados (y en decadencia progresiva), entretanto la codicia humana es ilimitada.

Nunca antes hubo tanta población sobre el planeta, pero nunca antes hubo tanta insatisfacción y tanta soledad individuales. El hombre, en buena medida, se siente un guarismo insignificante y prescindible, apenas útil para sí mismo si es que se trata de sobrevivir nada más. Somos tantos, tantísimos, que siempre hay otro con más suerte, con más talento, más guapo, más simpático, más fuerte, más exitoso…, reduciendo al individuo promedio a un ignorado miembro de una masa gris y multitudinaria que apenas si es ganado para quienes destacan. Gentilicios deshumanizados, como “la gente”, corren de boca en boca desvistiendo de humanidad al grueso de la población, cual si sus vidas fueran insignificantes, excesivas o nada más que una cuestión de atrezo para el que habla. Los demás, en fin, son relleno del propio protagonista.

A la vez que esto sucede, el mismo Sistema se ha deshumanizado y la población se convierte en números todavía más impersonales, como “consumidores”, “votantes”, “parados”, “trabajadores”, etc. Salvo que uno destaque sobre la masa, no es nada, no es nadie, no es sino un dígito, un dato, una estadística que no tiene emociones ni sentimientos, que no sufre ni padece y que, todo lo más, es considerado dentro de una nube de iguales a algo como un ente más sin nombre ni apellidos. El Sistema está tan soberbiamente deshumanizado que tanto el progreso como la propia salud juegan a veces contra el propio individuo, arrinconándolo como la persona imprescindible y única que es, y no pocas veces forzándolo a la autoextinción, fenómeno extremo que en las últimas décadas ya se ha convertido en la segunda causa de muerte en no pocos países de Occidente, pero que el sistema lo acepta igualmente como un frío dato más, desprovisto de toda emoción.

La televisión, el cine y la moda no sólo dosifican, como pienso intelectual, en qué y cómo ha de pensar Juan Nadie, sino que también le lleva y le trae de los abrevaderos del consumo a los de la política, como si nada más que fuera una res o una oveja perteneciente a un rebaño. Al Sistema, al fin, lo único que le interesa de Juan Nadie es su fuerza de trabajo, su aportación contribuyente o sus servicios prestados, pero le ignora como ser humano, le desatiende como persona y le hostiga con toda su presión si no es como le interesa: políticamente correcto. Los niños rebeldes (síndrome de hiperactividad, lo llaman) aumentan, crecen sin cesar los divorcios y rupturas violentas, los suicidios y aun los deportes extremos en los que los individuos se juegan la vida por experimentar efímeramente el placer de estar vivos. No hay en el orbe, parece, una fe en la que sostenerse o una causa justa por la que morir, cuando precisamente el Sistema adolece de fes y de individuos que mueran por causas justas, motivo y razón por la que la especie se está entregando a una orgiástica de consumo que sólo y exclusivamente dilapida sin tasa los recursos de este hermoso planeta, cavando a marchas forzadas su propia fosa.

Dios ha muerto para muchos, y era necesario que lo hiciera para el Sistema porque es para el Único para quien cada ser humano es el centro de su Creación Universal. Era necesario que murieran los credos, porque eran contrarios a la fe del rebaño que les interesa a aquéllos para quienes la humanidad no es sino un recurso para obtener dineros, dividendos, una vida de regalo que les faculte poder mirar al resto del género sobre el hombro. Los Libros Santos de todas las fes están arrinconados y sin devotos, como las revoluciones de hoy se dan por Internet, virtualmente, sin más aspiraciones que eslóganes ingeniosos pero sin fondo que huyen despavoridamente del horror de la lucha y de la sangre del autosacrificio. Y sin víctima propiciatoria no hay gloria, sólo una forma más de ser ganado.

El sistema ha provisto al individuo de todo lo necesario para que el hombre deje de aspirar a lo alto, que abandone su fe y su credo y que sólo sea capaz de verse el sexo o el ombligo. Las bestias fueron creadas para mirar sólo al suelo que las alimenta, pero el hombre lo fue para mirar no sólo más arriba, sino también para soñar y colegir, para experimentar e interrelacionarse, para crear, en su medida, sus propios mundos y sus propios órdenes, sus propios universos paralelos. Ignora el hombre de hoy, de forma mayoritaria, que al Cielo se sube andando, con mucho esfuerzo y con muchas renuncias, y en buena medida es así porque el Sistema le distrae con sus cantos de sirenas de ocio y placer efímero, porque más le interesa un buen contribuyente que sea de dócil manejo que un ser que sepa que está dotado de un alma inmortal que debe aspirar a lo sublime a cualquier precio.

La realidad, sin embargo, es la que es: somos siete mil millones de eternidades en manos de desaprensivos que nos ignoran como los seres humanos que somos, que nos mienten y manejan, que nos empujan a la indolencia o el trabajo que los enriquece, al divorcio y a este egoísmo insoportable para el propio planeta, cuando no a matarnos entre nosotros o a la aberración del mismo suicidio, ignorando el hombre que todo esto va contra los más sagrados principios. Pero la perversión está ahí, en este ditirambo encarnizado entre la vida y la muerte. El hombre ha aprendido incluso a cercenar su descendencia sin pudor ni dolor (para él), simplemente porque su descendencia puede representar un inconveniente coyuntural, desvistiendo así su propia humanidad de contenido al imitar el proceder del Sistema: la vida no es nada. Pero la vida sí lo es, y es mucho, tanto como el infinito.

Somos siete mil millones y estamos perdidos en nuestro progreso, sin un horizonte al que dirigirnos. Hace falta, imperiosamente, otro paradigma, un cambio de actitud, andamiarnos de credos e ideologías, porque ni el planeta ni nosotros mismos soportamos tanto daño. Cada día se extinguen numerosas especies que han habitado el planeta durante milenios, y cada día muchos hombres extinguen por su propia mano su existencia, porque esta forma de vida sin destino sólo les aporta dolor, y el dolor, cuando no tiene un fin sublime, para ellos no tiene sentido. Debe comprenderse que el dolor es la forma dura de evolucionar, que todo tiene un fin y un objeto, siquiera sea la reflexión no sólo del que sufre el daño, sino de todos los que rodean, quienes somos sus iguales. Hace falta un nuevo paradigma, y éste está al alcance de la mano; pero no está fuera, ni siquiera en un líder iluminado: está dentro de cada uno de nosotros. Sólo basta, para comprenderlo, guardar silencio y escucharlo. Somos muchos, siete mil millones de almas, y cada una de ellas es eterna –para bien o para mal- y cada una de ellas imprescindible.

Puedes conocer toda la obra de Ángel Ruiz Cediel: Un autor que no escribe para todos (Sólo para los muy entendidos

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