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Que se besen, que se besen

Al superpublicitado debate televisivo entre los candidatos de los partidos mayoritarios, sólo le faltaron luz íntima y música romántica para acompañar sus arrullos de amor
Ángel Ruiz Cediel
martes, 8 de noviembre de 2011, 09:11 h (CET)
“¡Que se besen, que se besen!”, podrían hacer coreado en los momentos álgidos del debate los escasos pero imprescindibles asistentes, todos ellos periodistas encargados de difundir la consolidación del romance a los cuatro vientos; “Sin novedad en el Alcázar”, podría haber saludado épicamente el candidato Rubalcaba a quien ya admitía como su Presidente cuando se dieron la mano, aunque el protocolo pseudoizquierdista impidió este recio laconismo heroico-castrense; o “alcanzados los últimos objetivos marcados por El Club, le entrego un país rendido y una masa ciudadana claudicante”, hubiera podido decir el siniestro señor Rubalcaba cuando alcanzaron ambos tertulios el clímax del amor amado y le entregaba las flores rojas de su pasión (sin la mano del PSOE, por supuesto).

Como teatrillo, el debate no estuvo mal. La interpretación de los actores, pichí, pichá, ni cayó en lo grotesco ni rozó lo sublime, aunque tampoco pudieron los intérpretes sacar a relucir su mucho talento, porque el guión –¡siempre el dichoso guión!- no daba para más, era conocido de todo de telespectador con un poquitín de cultura y pecaba de excesivos y manidos recursos a una artificiosidad tan tópica como redundante. Lo de siempre, en fin, aunque en esta ocasión se hicieran ímprobos esfuerzos por investirle de una pátina de cortesía o de un leve barniz de clase que se desdecía a sí mismo, más que nada porque ni Rubalcaba daba el perfil de Tenorio ni Rajoy el de Ángel de Amor o el de Paloma Mía que respira tanto amor. Los jubilados, tal vez, por otorgarles la edad el inapreciable bien de la indulgencia, o quién sabe si los niños, por carecer de experiencia y ser todo nuevo a sus ojitos recientes, hayan sido los únicos que disfrutaron verdaderamente con el teleteatro, quién sabe si llegando a humedecer el limo sus ojuelos con el tibio deslizar de una esquiva lágrima.

¡Ah, el teatro!... ¡Qué seríamos sin él! Como en un remanso de paz y armonía, que apenas si mereció un par de reproches entre cultivadas criaturas, instalaron a la audiencia en un éter ajeno al orbe de lo vivido. Buenas intenciones, buenos deseos, buen espectáculo, aunque, eso sí, un poco chabacano, ya digo, por lo impropio de los papeles que debían encarnas los actores. En lo cavernosamente vacuo pero florido de sus mensajes e interpretaciones, sin duda no pocos espectadores pudieron echar al olvido el encono y el sufrimiento de siete años de sinsabores y tropelías continuadas, figurando los actores ante la audiencia que, en el fondo, todos los políticos son buenos, y, pelillos a la mar, pueden amarse los que parecieron enemigos, que puede haber paz y concordia y amor del bueno entre ellos y nosotros, y, hasta quién sabe si sexo entre quienes parecieron que se odiaban… por exigencias del papel, pero que, como en un melodrama de sainete, el colofón de la despedida arrimaba y fundía en un enlace de sentido amor en el que odio, por fin, era humillantemente derrotado.

Buena la intención, ya digo, de los guionistas, de esa mano oscura -negra, más bien- que escribió siete años de ignominia con torcida caligrafía, perpetrando desafueros, abusos, sinvergonzonería, corrupción, atropellos, manguncia y saqueo por doquier, para, con no tan diestro arte, resolverlo todo en un sí pero no, o un no pero sí, que líricamente aproximó los piquitos de los tórtolos –que se amaban sin saberlo, figuradamente- hasta que casi se funden en un sentido beso que bien hubiera podido aunar sus almas como aleados estaban las interpretaciones ejercidas en siete años de encarnar un papel que sólo perseguía este final carnavalesco.

Hubiera sido plausible un poco más de docta maestría a la hora de resolver el nudo de la comedieta que presenciamos, pero se ve que el autor, esa mano negra que escribió el guión de esta etapa, de estas dos legislaturas ignominiosas, no daba para más y que su talento se había secado al prescribir y arracimar tal cantidad de atropellos y barbaries en tan sólo siete años, desnudando de derechos y de posibilidades a todo un país, poniendo lo de abajo arriba y lo de arriba abajo (excepto de quienes muy arriba estaban, que son los de las manos negras, los que escriben los guiones), y convertir a casi cincuenta millones de almas en poco menos que tontuelos timados con justeza. En fin, que llegó extenuado al desenlace final, y se le notaba. Demasiado mal tenía concentrado el papel que le tocó interpretar al actor que encarnaba el papel de Tenorio pseudoizquierdista, por otra parte necesario porque no hubiera sido creíble que tales maldades las perpetrara la dulce Paloma Mía sin que la sociedad reventara en mil pedazos o se derrumbara estrepitosamente la credibilidad de la opereta, y esto es algo que restó mucho realismo a la escena del sofá, notándose en exceso que las interpretaciones eran forzadas, que las lunas de las fes y los remedios eran de tela pintada y que el horizonte se tenía de un regusto a trampa o estafa mucho más que chabacano que, más pronto que tarde, dejará un poso de desencanto terminal en quien tenga las meninges en un uso regular o use la cabeza para otra cosa que para transpirar.

En resumen, más que teatro fue entremés, aunque tal vez suficiente como para que, una vez confirmados los desastres, desafueros perseguidos, mermas consolidadas de derechos y demás tropelías, el respetable trague con la artificiosidad del truco y se dé por satisfecho con el cambio previsto –como con Felipe González-, de manera que, al menos en apariencia, se logró todo lo que se perseguía: hundir más a los más débiles, pero que son muchos más, desmembrar a la masa sostenedora del espectáculo de la Mano Negra y vivir en la próxima legislatura, acto teatrero arto conocido por todos, una etapa de confirmación, sacrificio y renuncias que no hará a la población más libre, ni con mejor futuro, ni siquiera con más posibilidades de resolver sus problemas, aunque contenta, eso sí, por haber descendido de golpe un montón de escalones –si no pisos- en sus derechos a cambio de un cambio que no cambiará nada.

No; no cantó el Faisán, ni salieron a escena las corruptelas andaluzas, catalanas o blancuzcas, ni siquiera figuró ni de pasada el perdón vergonzante a los pistoleros o la segregación de género o la perversión de todos los valores morales que tan importante papel jugaron en otros actos anteriores de esta misma tragicomedia, y en buena parte fue así, porque, a juicio del negro autor, no era necesario. Ahí está precisamente lo precipitado del final, lo artificioso del acabijo, su falta de credibilidad y la promesa implícita de que el próximo episodio, segunda parte nunca buena de este manido libreto, será como otros actos ya vividos y como otros tantos que viviremos cuando se precise meter la tijera del recorte de libertades y derechos. Una obra para ingenuos, en fin, que apenas si merece dos o tres aplausos, aunque cada cual de los miembros de la audiencia se los daría a los actores y guionistas, seguro, en distintos lugares de sus cuerpos.

Puedes conocer toda la obra de Ángel Ruiz Cediel: Un autor que no escribe para todos (Sólo para los muy entendidos

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