Durante la transición, ingenuamente se creyó que las autonomías podrían ser el
antídoto contra el nacionalismo independentista. Como se ha podido comprobar,
ha sido un intento fallido. Fue una vana ilusión. No se supo ver que el
nacionalismo, es como el chantajista. Nunca se verá satisfecho con lo que obtiene.
Es insaciable. Tan insaciable que después de destruir el organismo al que ataca,
termina por devorarse a sí mismo.
La responsabilidad de la gravísima situación a la que nos enfrentamos
actualmente, hay que atribuírsela principalmente, a los dos grandes partidos
nacionales. Su miopía les ha impedido ver cuál era el enemigo —no el
adversario— común. Un enemigo que ha sabido aprovechar la necesidad de
apoyos parlamentarios de que uno y de otro precisaban puntualmente, para
prestárselos a aquel del que más beneficios podía obtener, y así ir sentando las
bases de su objetivo final, que en última instancia, no era otro que la
independencia.
La democracia no consiste en que la oposición diga sistemáticamente NO a lo que
diga el Gobierno, para desgastarle, impedir que lleve a efecto su programa, y así
demostrar cada día ante su electorado que se ejerce como oposición. Eso es
pervertir su verdadera esencia. La democracia sirve, para que entre todos, se
adopten las mejores soluciones para el mejor gobierno del pueblo. Pero para eso
se precisa, que la oposición y el ejecutivo sientan un profundo amor por su país,
recuerden el pasado para que no se repitan los mismos errores, tengan una visión
clara de cuál es el futuro que desean para el país que representan y como llegar a
lograrlo.
Si por el contrario, la única meta de la oposición es desalojar del poder al Gobierno
mayoritariamente elegido mediante oscuras alianzas de los perdedores en los
despachos, estaremos fortaleciendo indirectamente al enemigo común: el
nacionalismo separatista. Y esto es lo que se ha venido haciendo hasta ahora.
Para debilitar al adversario, pactar con el enemigo —muchas veces a costa de lo
que fuere— en vez de haber facilitado el gobierno del ganador, para no obligarle a
pactar con quien en realidad es un traidor, no solamente para ambos partidos, sino
para todos los españoles.
Salvo que uno de los dos partidos mayoritarios alcanzase las tan denostadas
mayorías absolutas, gracias a su incapacidad para distinguir entre quien es el
adversario y quien el enemigo común, los nacionalistas han tenido siempre la llave
del poder, para obligar a cambio, a las formaciones no nacionalistas a negociar
con ellos y sólo con ellos.
Esta ciega cerrazón de la izquierda y la derecha españolas, confería a los partidos
nacionalistas un poder desmedido que el pueblo jamás les otorgó.
Cuando de negociar con los nacionalistas se trata, siempre recuerdo una estrofa
de “El payador perseguido” de Atahualpa Yupanqui, que dice:
Cuarenta sabían pagar
por cada piedra pulida,
y era a seis pesos vendida
en eso del negociar.
Frecuentemente escuchamos afirmaciones llenas de ambigüedad: “Hay que
dialogar”. “Hay que negociar”.
Tenemos una Ley suprema que es por la que todos nos regimos y estamos
obligados a respetar. Yo me pregunto: dialogar ¿Para qué? ¿Para alimentar y
hacer más fuerte el independentismo? ¿Para que las obligaciones y derechos de
los españoles sean aún más desiguales según dónde vivan? ¿Para que haya
quien goce de privilegios a costa de las necesidades del resto? ¿Para ceder ante
el desafío y la amenaza? ¿Para que haya españoles de primera y de segunda?
Me produce asombro y perplejidad que haya quien pueda creer, que aunque se
otorgasen esas prerrogativas, el nacionalismo se vería satisfecho. Por el contario,
se haría más fuerte y la provocación y el desafío aún serían aún mayores.
“Es responsabilidad del Gobierno negociar”, se escucha repetidamente decir por
quien queriendo estar a todas, está dispuesto a negociar lo innegociable.
Pero, negociar ¿Qué? ¿El troceamiento de España y la desaparición del país más
antiguo de Europa? ¿La ceguera existente entre nuestros políticos, es de tal
naturaleza que hay quien se atrevería a cometer tal dislate histórico?
Precisamente, la responsabilidad de este, y de cualquier Gobierno, es preservar la
unidad de España, no ya por voluntad propia ni sentido común, sino por imperativo
directo de nuestra Constitución.
No es cuestión de negociar, es cuestión de volver o hacer volver a la ley.
No cabe duda de que el referente final de cualquier negociación no puede ser sino
alcanzar el objetivo final, que es el acuerdo. En una verdadera negociación, el
acuerdo es tan solo la meta que alcanzaremos, si la progresión de la misma ha
sido equilibrada.
La negociación es un proceso complejo en el que no solo es preciso tener en
cuenta, si aquello en lo que vamos a ceder, es proporcionado a lo que
pretendemos obtener a cambio, sino los efectos que aquello que estamos
dispuestos a entregar, pueda producir en el futuro.
Solo existe capacidad negociadora cuando se busca un acuerdo integrador para
los intereses de ambas partes, de tal manera que el resultado final, sea que las
dos se sientan igualmente insatisfechas por aquello en lo que han tenido que
ceder. Para ello hay que tener un conocimiento profundo de lo que es un proceso
negociador y un alto sentido de la responsabilidad para respetar los límites que
jamás se deben traspasar.
De lo contrario, lo que se suele producir es el entreguismo de una parte frente al
chantaje de la contraria, y este es un pecado que han cometido los dos grandes
partidos españoles, que no han tenido el menor sonrojo en arrodillarse ante al
nacionalismo rampante de nuestra actual etapa democrática.
Si a pesar de sus diferencias ideológicas, PP y PSOE, hubieran hecho un frente
común frente al nacionalismo —que es el verdadero enemigo de la unidad del
Estado— este nunca hubiera adquirido la fuerza de que actualmente hace gala
frente al resto de España.
Quien afirma que hay que buscar fórmulas para que Cataluña se sienta cómoda
dentro de España, en realidad está demostrando, cuando menos, una egoísta
demagogia electoralista o su profundo desconocimiento de lo que es su país.
Cataluña, no es la pieza de un puzle que alguien ha colocado en el mapa.
Cataluña es una parte insustituible del todo, porque Cataluña no está en España.
Cataluña… es España.
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