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Los días de Gilgamesh | |||
Extracto de la novela "Los días de Gilgaesh", Capítulo 37, Año 30, Vacío. Pág.349 a 353 | |||
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(...) Su cabeza hierve, busca un argumento que baje de su pedestal a la mema de Lilith, que la degrade de su puesto de diosa extinta; mas ¿cuál, sin conocerla? Y colige que sus efectos. Es rápida, y a velocidad vertiginosa desmota mil posibilidades poniendo en marcha su máquina lógica y aplicando en pleno todo su talento mientras le abraza afectándose conmovida o de precisar protección..., y lo encuentra: —Y, don Gilgamesh, si tanto aprendió a amar al hombre a través de Lilith, ¿por qué no hizo algo por ayudarle? Don Gilgamesh la mira fijo, sin sorpresa. Años lleva esperando esa pregunta. Se incorpora hasta quedar verticalmente sentado, la acaricia con dulzura el rostro, se acerca y la besa con un hito de ternura que delimita la frontera de sus afectos. Apoya los codos en sus rodillas descomunales, baja la cabeza, reúne muchas fechas, concita muchos desencuentros y, con voz profunda y conmovida, le dice que lo intentó entonces, y luego, y después, y siempre..., hasta que comprendió que era inútil. Lo hizo como rey, y fue depuesto; lo hizo como soldado, y fue vencido; lo hizo como maestro, y fue exiliado; lo hizo como doctor, y fue excluido; lo hizo como hombre..., y fue apedreado. Se confiesa comunicador de ciencia, padre de ideas, divulgador de filosofías milenarias, promulgador de conocimientos secretos, predicador de movimientos sabios. Cita sus nombres mundanos, muchos y conocidos, unos admirados, otros denostados o malditos..., pero todos investidos con un halo de éxito y fracaso que tiene ecos agridulces. Nunca antes quiso decírselo. Siempre que inocente hurgó la joven en esa herida fea quiso evitarla el dolor; pero es llegada la hora, quizás, de que al fin le abran sus ojos, siquiera sea por caridad, y que abandone para siempre el cándido e ilusorio solar de la juventud y comience a ser mujer de veras. Y se los abre de par en par, aunque con tiento de que no sufra mucho, dulcificando, si es posible, tanto dolor como puede arracimarse en una sola declaración. ¡El poder es siempre tan perverso!... Se remonta en el tiempo al primer pasado, en los muros de Uruk, y le habla de un ser dos tercios de dios que había sufrido doblemente, pero que había contemplado las magníficas coheterías del amor... y cómo en el dolor se recreaban algunos dioses. Le habló de un dios-hombre que quiso liberar de su yugo a muchos, a todos los hombres. Tenía de su lado la vida eterna lograda, no como premio, sino como castigo por atravesar sabiamente las aguas de la muerte con Urshanabi, el batelero, llegar a la Morada de la Eternidad y, ya en el otro extremo del mundo, encontrarse con Ut.Napishtim, el único hombre que en un arca sobrevivió al Diluvio con su familia, quien poseía el secreto de la eternidad. Si era eterno, tiempo tenía para extender su estrategia e iluminar a los hombres, y luchó, sangró, sufrió...: perdió. Eran años en que materia y alma era una misma cosa, en que no mediaban distancias entre credos y esfuerzos, porque los dioses habitaban entre los hombres y entre los hombres tenían su morada. Algunos le traicionaron (entre ellos alguno de sus propios hijos), tentados por los dioses, a quienes les ofrecieron el armiño y el laurel, el cetro y la corona. Le vencieron, sí, y figuraron que había muerto, que había sido enterrado en el lecho del Éufrates, en una zona muy próxima donde él y Lilith concibieron a sus seis hijos, porque muchos, pero muchos de sus súbditos veían en él ya, no al rey egoísta y antojadizo que sólo miraba por sí mismo, sino al hombre que había contemplado tanta luz que sólo ansiaba repartirla. «Los dioses, niña, siempre suman restando», repite, evidenciando que le encumbraron como héroe cuando había fracasado. Poetas nunca le han faltado al poder para loar lo abyecto o para coronar a gañanes, y, a fuer de elogios y epopeyas desquiciadas, Gilgamesh murió para los hombres cuando seguía vivo y bien vivo. Era un rey sin reino, y ya parte de una historia que poco pisaba el suelo. ¿Cómo luchar sólo contra los dioses? Sin embargo, también los dioses luchaban entre sí, debilitándose, como antes del Diluvio lucharon, casi extinguiéndose. Ciudad contra ciudad, los hombres, lejos de mirar la luz, se entregaban a una orgía de sangre y dolor. Sumer, Akkad, Asiria, Babilonia..., los reinos se sucedían trazando afluentes de caudalosa sangre. Quería la paz, y, contradictoriamente, estableció la guerra. Hoy era filósofo en Nínive, mañana sacerdote en Nippur, pasado mañana general en Kadesh...; pero nadie quería escucharle, por más que develaba la insensibilidad de los dioses que les empujaban al odio y la sangre. Hurritas, medos, cimerios, egipcios, frigios, israelíes, hititas, filisteos..., todos se buscaban afanosamente la vida, nadie cedía, nada se resistía al rencor, nada era sagrado ya, ni la vida ni la muerte, en una espiral de locura que crecía incesantemente. Caravanas de esclavos, pueblos masacrados por el botín, ciudades arrasadas, poblaciones enteras pasadas a cuchillo..., los palacios se ornaban sólo con el dolor de otros y la pompa que era zumo de muerte, esencia de lágrimas, pero siempre con el regocijo del pueblo victorioso, por más que unos años después fueran vendidos como esclavos y los hijos impiadosamente arrancados de los brazos de sus madres. La ceremonia de la muerte era tan común que ya se había hecho deporte, circo...: entretenimiento, y, aunque tratara de evitarla invocando todas las fuerzas y todos los verbos, a pesar de ser dios, no podía estar en tantos frentes al mismo tiempo. Griegos, etruscos, persas, cartagineses, romanos..., la ceremonia de la muerte imponía su liturgia en las cuatro esquinas de la Tierra. Arde el mundo, quema la vida. Y, entonces, el paréntesis, ¡Dios! Dios, sí, en medio de la hecatombe del hombre; Dios entre el dolor y la sangre de los inocentes, con palabra firme y con firme mano, con verbo seguro, cierto..., con palabras; pero, por ser sólo palabras, le crucificaron. Se hizo pasar el dios-hombre por centurión y, por piedad de su dolor, no sabe si por piedad de lo que entendió como su fracaso, le lanceó en la cruz, lo que supuso reducir a la mitad su condena. Si hasta entonces ya la eternidad le dolía por baladí, Aquél a quien alanceó, por la piedad mostrada se la redujo hasta que volviera, ni un día más, ni un día menos. En fin, mejor eso que nada, mejor tener la certeza de morir un día que esperar eternamente viendo una sucesión de masacres y una sucesión de vidas que le dejaban siempre al pairo de la pena, solo como un mojón de la Historia, como un simple y solitario testigo. Morían los dioses, morían, y los hombres, poco a poco, reducían sus panteones; pero la andadura del odio había marcado tan profunda huella que la carreta de la humanidad ya no podía abandonarla. Los hombres preferían oír la pérfida y disgregante voz de Eneas que la unificante de Jesús, que la suya propia, la cual se alzaba en Menfis, en Atenas, en Biblos, en Roma, en los desiertos solares de Cartago... En vano, todo era en vano, y el dolor, entretanto, crecía, adueñándose del globo. Hsiung-Un, Ch´u, Yue, Shu..., no quedaban esquinas donde resguardarse. Hunos, godos, alamanes, burgundios, árabes, ostrogodos..., los dioses se agotaban y los monoteísmos se imponían mientras la grey de cada cual empuñaba ya el rezo como la espada, incendiaba bosques para acosar al adversario, arrasaba santuarios, ciudades, pueblos. Entre el dolor, entre la miseria y la sangre, sin embargo, se procreaba desesperadamente, se mantenía viva la esperanza, acogiendo en algunos corazones un mensaje de amor. Los cátaros soñaban, como muchos otros; pero los monoteísmos les dieron fin, inventaron hogueras y continuaron refinando las torturas y los martirios invocando otras causas. La tecnología avanzaba porque eran más los hombres que odiaban a los hombres que los que los amaban, y se imponían otras maneras de matar: o sumisos, o muertos. No; no había nadie que recogiera la voz de la esperanza. El dios-hombre se afanaba por impartir paz, por impartir belleza, por establecer la armonía de la proporción divina; mas era en vano, en vano..., porque era el hombre el que odiaba al hombre, el padre el que odiaba al hijo y el hijo el que odiaba al padre. Cualquier causa era buena para la sangre, y, aunque la sangre ya chorreaba anegando las páginas de la Historia, aunque el número de víctimas crecía sin que el inmenso dolor de una sola figurara en ninguno de sus renglones, el hombre, mientras mataba a sus semejantes, a sí mismo y su porvenir, procreaba más víctimas para futuras carnicerías. Faltaba cordura, faltaban voceros para la paz, faltaban poderosos buenos. Los buenos, unas veces engañados y otras obligados, mataban y morían, aunque más de lo primero. Los Estados arrancaban a los hijos ahora para defender la patria o los intereses de quienes eran dueños de la patria, como antaño arrancaron a los hijos de sus adversarios para venderlos como esclavos. Incas, olmecas, mayas, aztecas, tlaxcaltecas..., también en el Nuevo Mundo la sangre corría, se arrancaban corazones para ofrecérselos a los dioses, se sacrificaban niños a los dioses, se sacrificaban vírgenes a los dioses..., ¡siempre a los dioses! ¡Odiados dioses!, ¿qué de malo les hizo al género humano al que crearon? «Te daré el poder», les decían a los hombres, y se lo daban si lo pagan con sangre; pero se lo quitarán después con más sangres, más crecidas y aumentadas, porque los dioses siempre dan quitando. Y también llegó la hora de su exterminio, de las fes de sangre y miseria, de los horrores de las hogueras y la esclavitud. ¿Cuánto vale un dolor? ¿Qué tan fea es la semblanza del miedo? ¿Cuánto la impiedad, el sadismo, la muerte? Y, sin embargo, se encumbraba la crueldad, el pérfido progresaba, el malvado se extendía, como los cainitas, porque eran intocables por estar marcados por los dioses. «Los hombres son dueños de sus actos, pero su destino lo deciden los dioses», dice con sentido pavor. Ingleses, españoles, franceses, alemanes..., el odio continuaba porque continuaba el hombre su andadura. Pueblos masacrados, azufre y fuego. La voz de los poetas no se oye, no se escucha la música, sino la espada, la ballesta, la catapulta, el arcabuz. Los heraldos de la belleza y la paz, los enamorados del futuro estaban proscritos y solos lloraban por los rincones, soñando un paraíso improbable en que el hombre cupiera. El hombre, sin embargo, mataba al hombre cuando podía: era su destino. Se cavaban trincheras por todas partes, se tendían alambradas, la tortura era moneda de cambio: todo valía por el poder, por medrar, por descollar sobre los semejantes. Argumentos nunca han faltado, desgraciadamente, por eso sobraban para los campos de exterminio en África, en Europa, en América. No era una lucha de sistemas ni de filosofía, sino la lucha fraticida de siempre con otros nombres: la eterna antropofagia de la condición humana. Blancos contra negros, bramas contra parias, señores contra esclavos, y viceversa. No importaba la edad, ni el credo ni la raza; importaba la sangre, importaba el poder, importaban los odiosos dioses que clamaban por la impiedad, imponiéndola por sus voceros, porque en la escala alimentaria los dioses siempre han sido el último eslabón y se nutren del dolor y de la sangre de quienes están más abajo. Judíos, gitanos, moros, negros: lo diferente es buen bocado de muerte, si lo igual no está al alcance de la mano. La tecnología progresa: cañones, cohetes, gases, submarinos, aviones... Los alaridos retumban, retumba el paisaje con el paso lento y tenebroso de los trenes que se dirigen a Auswitz, a Mathausen..., retumban los lloros de la infancia cuando la gasean ferozmente aferrada al cuello de sus madres, cuando les despedazan para investigar los límites humanos... Llueven bombas, llueve fuego, llueve azufre, el hongo venenoso ha sido sembrado, dando un paso adelante en la peor de todas las ignominias y abriendo el libro del Apocalipsis. Apenas hay bosques, apenas el mar se sostiene, trastabillando, sacrificado en aras del progreso. Paz. Paz. Paz. Se va a los aullanes aún con los ojos atiborrados de imágenes canallescas, atroces: a los aullanes, sí, donde el hombre jamás ha hollado su suelo, lejos de los sordos, lejos de los ciegos, de esta especie incapaz de amar, de sentir, de contemplar otro horizonte que el del miedo. Sólo con su soledad, buscando el reposo que el mundo niega durante tantos milenios. Y alcanza la paz..., aunque no por muchos años, porque ya no queda espacio en el planeta por más que las matanzas han crecido incesantemente, y todo se llena de turistas, de arrogantes hombres que allanan el último rincón virgen del planeta. Desciende, camina, mira... y ve que nada ha cambiado: misiles, satélites, microbios de diseño... Media humanidad exulta mientras la otra media languidece o muere de sed, de enfermedad o de hambre; media sueña con las estrellas, mientras la otra media aún no ha salido de la Edad de Piedra; media se dilapida en la estética, mientras la otra media sucumbe en cuerdas de esclavos. Nada cambia, todo aumenta conforme a la posibilidad de hacer daño. ¿Cuánto horror cabe en un alma..., cuánto en casi cinco mil años? Las terribles imágenes se atropellan detrás de los ojos, atiborran de deshonra la tronera, enlodan el alma. La tragedia continúa, se extiende como una infestación, abarcando los cuatro confines: cuerpo, alma, pensamiento y deseo. No hay Norte, no hay futuro, no hay un lugar adonde ir y, entretanto, los corderos balan, los inocentes claman, los buenos se ahogan en los versos y las lágrimas..., en su impotencia. Nadie tiene oídos para los justos, para los mensajeros, porque la concupiscencia del poder ha hecho de la mayoría de los hombres sus prosélitos, porque la selección antinatural de la guerra ha ido exterminando a los buenos. Inocente, la infancia, sucumbe, semillero, quizás, de buenos... o de malos; los buenos..., ¡quedan tan pocos buenos! ¿Dolerse por el fin?...; no, no se duele, sino que su corazón se alegra, por más que resten algunos dolores todavía, pocos en comparación con lo que ha visto. Tal vez mañana, con la siguiente humanidad... El gesto consternado de la Pequeña Eva es todo un monumento al horror. ¿Tan poco de bueno hubo? Y el amor..., ¿no hubo acaso amor, ternura, afecto? ¿Acaso no le ha mantenido vivo a su dios ese mismo amor y ese mismo afecto del que reniega? ¡Qué espanto, Dios mío! ¿Por eso decidió la naturaleza o la vida echar de una patada en salva sea la parte al Hombre? ¿Por eso decidió suprimirlo... o hay esperanza todavía?... Puedes conocer toda la obra de Ángel Ruiz Cediel: Un autor que no escribe para todos (Sólo para los muy entendidos |
La subida de los precios de la vivienda sigue disparada. Un estudio de la Unión Europea (UE) ha calculado que se necesitarían -dedicando el 40% de los ingresos- de 25 a 35 años para adquirir una vivienda mediana. Respecto al alquiler, el mismo estudio calcula que, dedicando un 40% de los ingresos solo sería posible alquilar un inmueble de entre 30 y 50 metros cuadrados.
Permítanme, apreciados lectores, hacer un repaso de Europa desde los inicios del pasado siglo XX después de observar en lo que se ha convertido esta maligna Unión Europea que nos gobierna a todos. A principios del siglo XX los mapas de Europa no se parecían a los de hoy, ya que destacaban cuatro imperios: el alemán, el austro-húngaro, el ruso y el otomano.
Como historiador, mucho me alienta hacerlo con alta responsabilidad; no solo indicando el dato, sino por contribuir a elevar el nivel de conciencia histórica en búsqueda de crear ciudadanía, y así lograr cambios y mejores valores acordes a los legados valiosos de las actividades y actitudes por los personajes que con sus glorias han hecho historia.
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