En la frontera entre Tailandia y Myanmar hay una ciudad, hirsuta y bulliciosa, llamada Mae Sot. El único motivo por el cual el turista global podría saber o querer saber algo o nada acerca de Mae Sot es el paso fronterizo terrestre que une los dos países, uno de los tres que existen a lo largo de los 1800 kilómetros de frontera que separan una democracia volátil de una dictadura en descomposición.
El paso fronterizo que une Myanmar y Tailandia, a través del felizmente denominado Puente de la Amistad (que cruza el río Moei y que denota que una de las partes es un régimen totalitario) acaba de ser abierto. El puente había sido cerrado el 18 de julio de 2010 por el goberno birmano. El evento forma parte de la serie de tímidas pero inequívocas medidas aperturistas de la antigua dictadura militar, entre las que destaca la recepción de Hillary Clinton la semana pasada.
Pero el verdadero movimiento, esté la frontera abierta o cerrada, tiene lugar unos cientos de metros más abajo. Allí hay un paso fronterizo no oficial donde largas barcas a motor transportan todo tipo de productos y personas de un lado al otro del río, sin pausa pero sin prisa, lo mismo durante el día que durante la noche.
En el lado tailandés de este paso fronterizo ilícito hay una suerte de parque empresarial informe donde se apilan cientos de automóviles y miles de bicicletas, paraguas y parasoles, zapatos y bolsos, sombreros y hasta trajes tweed misteriosamente importados desde Londres. Junto al Puente de la Amistad hay un mercado birmano y un ejército de vendedores ambulantes. Son hombres jóvenes y adolescentes que, al verle a uno con cara de antropólogo inocente, exhiben a gritos cartones de cigarrillos y Viagra y –según he comprobado– nada más en absoluto.
Es una marea de ires y venires, acuerdos e intercambios, que constituyen eso que llamamos la economía informal. Es también la apoteosis de la humanidad y del afán de supervivencia, el triunfo de la gente y la ética sobre los caprichos infantiloides de sus gobiernos.
Pero la economía informal está preñada de intenciones que tienen poco o nada que ver con el humanismo. Bajo la superficie hay una corriente salvaje de tráfico ilegal y nocturno, donde lo que se intercambia son piedras preciosas, maderas nobles, drogas y personas. La tolerancia de las autoridades tailandesas tiene un límite y, aunque el tráfico de cosas inofensivas se permita a cambio de unos cuantos bahts, en Mae Sot y alrededores hay decenas de controles de policía que persiguen todo lo demás.
De igual manera, la fronteriza no es una sociedad bucólica. La mayor parte de los birmanos que uno encuentra en mercados y aceras y almacenes aparentan vivir bien. Pero cualquiera con dos dedos de frente sabe que lo que ve sólo es una ilusión, esa “pobreza dichosa” que se da entre el Trópico de Cáncer y el de Capricornio, y que permite que la gente vuelva de sus vacaciones en Cuba asegurando que los cubanos viven bien. Tailandia es un país cálido y fértil: la comida es buena y barata, y la luz del sol ayuda a salir adelante. El resto son privaciones e incertidumbre: familias rotas, salud paupérrima, trabajo precario o infantil, trabajo infantil precario, prostitución y todo lo que implica vivir como un refugiado sin papeles. Es decir, como un fantasma.
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