Myanmar está a punto de traspasar un umbral. Los combates con las guerrillas étnicas en las regiones fronterizas continúan, a pesar de las conversaciones de paz de los últimos meses, y muy pocos dirían que no visitan una dictadura al entrar en Rangún, la antigua capital, bajo la atenta mirada de la policía. Pero todo indica que los transeúntes que salen de uno de los pocos centros comerciales de la ciudad cargados de bolsas -felices e incluso orondos- serán muchos más el año que viene.
Según avanza en la inevitable dirección de la democracia capitalista (aunque tan sólo sea por la imposibilidad del eterno aislacionismo) la antigua Birmania comienza a despertar los apetitos del mundo globalizado. El país ha sido descrito como “la última frontera” de Asia, un título perezoso, inexacto y poco original, pero muy revelador.
¿Qué tiene Birmania que pueda interesarle a nadie? Tiene petróleo e inmensos bosques (mermados por la tala ilegal de teca, pero aún apetecibles) así como gas natural y piedras preciosas. Además es un país montañoso con abundante agua, lo que significa que su potencial para producir energía hidroeléctrica es casi ilimitado. Lo que tiene principalmente es su condición de economía “virgen”: una invitación a ser el primero en aprovecharse, una especie Monopoly en el mundo real.
Tiene además a China como vecino del norte. Y ahí comienza la geopólitica, un complejo sistema de alianzas, rabietas y malos entendidos en el que el gobierno (civil en teoría, aunque salpicado de los mismos militares que dirigieron la dictadura) procura hacer felices a quienquiera que ofrezca regalos -China e India, Estados Unidos y la Unión Europea- sin que los otros se pongan celosos.
China es el inversor por excelencia en el país. La clave de su influencia reside no sólo en la cercanía geográfica y el entendimiento histórico, sino en la cerrazón del país desde 1990, la depresión del comunismo y la inflitración de marcas chinas en una economía que, de otra manera, habría sido de penosa subsistencia. El denominado “boom” del turismo de Myanmar está compuesto casi en su totalidad de ciudadanos chinos, que entran por el norte como si entraran en otro mundo, barato y bonito. Un indicador económico más concluyente es el que sigue: 20 de las 21 presas que se construyen en Myanmar cuentan con la participación de compañías chinas.
Así que China juega con ventaja, como también lo hace la India, que con mucha menos insistencia, pero sin cejar en su empeño, lleva años llamando a la pulcra puerta de la economía birmana. A India le interesan las infrastructuras, carreteras y telecomunicaciones, y es una cuestion de tiempo que su presencia se multiplique. El presidente de Myanmar, Thein Sein, visitó la India en octubre de 2011, dos meses después de viajar a China. El orden de las visitas refleja las prioridades del gobierno de transición birmano y, en cualquier caso, no es un juego de dos sino de muchos más: Pakistán visita estos días Myanmar, rodeado de una corte de inversores y traductores, y Myanmar le ha organizado el correspondiente besamanos; uno discreto, para no ofender a India.
En cuanto a EE.UU., la primera potencia mundial sabe de sobra lo que significa Myanmar: significa negociar con China, un quebradero de cabeza más en una carrera comercial que tienen perdida de entrada, y de paso una serie de jugosas oportunidades. En diciembre Hillary Clinton, Secretaria de Estado, se dio una vuelta por Birmania, en un viaje sin precedentes en el que blandió una cauta bandera blanca. EE.UU. acaba de anunciar un posible intercambio de embajadores. Todo esto significa que pronto veremos a compañías estadounidenses en Birmania, firmando papeles a sabiendas de que China ha firmado muchos más papeles. Pero quién sabe si el iPad terminará por ser Made in Myanmar.
Y por fin la Unión Europea no quiere perder la oportunidad de recordarle a Birmania la importancia de los derechos humanos y la elegancia de la sociedad del bienestar (lo que es Europa de cara a Asia, nada más que eso; eso y la Premier League) al tiempo que se prepara para enviar a sus príncipes. Apenas comienzan a levantarse las sanciones y el ministro de Asuntos Exteriores noruego, Jonas Gahr Støre , ya está haciendo las maletas. Ha anunciado que “las compañías noruegas deben estar preparadas” para una Birmania estable y amistosa. Otros seguirán su ejemplo, aunque sólo sea por arrimarse a China.
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