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El lugar del fumador

Prohibir fumar en un café es como prohibir jugar en el patio de un colegio
Carlos Salas González
miércoles, 23 de mayo de 2012, 07:12 h (CET)
No conozco a ningún fumador capaz de disfrutar de un café o de una copa sin encender un cigarro. Son placeres -vicios para quien así los considere- que caminan de la mano, indisolublemente unidos. Quien ahora les escribe, únicamente exhala el humo de un cigarrillo si lo puede ir alternando con el sorbo a una taza de café o el trago a una copa de whisky.

La tajante prohibición de fumar en cualquier lugar público cerrado es el mayor atentado contra la libertad y el sentido común perpetrado en Occidente en los últimos setenta años. Con la excusa de salvaguardar los derechos del no fumador se ha atajado por el camino de en medio pisoteando los derechos de aquel que fuma. Y sobre todo en países como el nuestro, tan aficionado a saltar de un extremo al otro con irresponsable alegría. De poder fumar casi en cualquier sitio se ha pasado a no poder hacerlo en ninguno.

La total prohibición de fumar en los cafés y en los bares de copas se revela tan absurda como cruel, tan estúpida como brutal. Los talibanes de la salud pública han resultado en su mayoría ex fumadores con una fuerza de voluntad tan débil que les hace evitar a toda costa cruzarse con su antigua adicción para no volver a caer en ella. Y mientras tanto, los que somos capaces de fumar sólo un par de cigarros al día, no podemos hacerlo tranquilamente mientras degustamos un café o una copa, a no ser que nos asista el verano o que estemos dispuestos a congelarnos en la puerta de un local del que quedamos excluidos como apestados. Así se las gastan los apóstoles de los políticamente correcto, feroces liberticidas a los que no se les cae la cara de vergüenza cuando ponen en su boca palabras como respeto, tolerancia o libertad. Los cuadros impresionistas, cubistas o de otros movimientos pictóricos que recrean animadas escenas de café, así como las fotografías o secuencias cinematográficas protagonizadas por personajes inmersos en la atmósfera ahumada de este tipo de locales, resultan ahora testimonios visuales de un acto ilegal y denunciable, propio, al parecer, de una sociedad enferma que veía con suma naturalidad lo que hoy es motivo de persecución y condena.

El insigne Antonio Bonet Correa acaba de publicar un fantástico libro titulado Los cafés históricos. En él defiende la vigencia de estos locales en los siguientes términos: “El café, foro público, universidad viva y abierta, a medias entre la confusión y el tumulto de la calle y el orden y severidad de las Academias, tardará en desaparecer. Al menos mientras haya hombres que, además de saber degustar un oloroso café, una cordial copa y un aromático puro, encuentren placer en la conversación y comunicación con sus semejantes”. Con estas líneas cerraba el autor su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, leído el 13 de diciembre de 1987, texto que hoy reedita de forma íntegra y que emplea como punto de partida para su actual obra. Claro está que en aquel lejano año no podía el profesor ni tan siquiera imaginar el actual atropello. Y lo digo -es obvio- por incluir con absoluta naturalidad al aromático puro en ese conjunto de elementos que han venido configurando cualquier tertulia de café, ya fuese ésta literaria, erudita, prosaica o popular. Hoy ese fresco de urbanidad y civismo, de ocio y vida, ha quedado penosamente desconchado, y todo gracias al virulento radicalismo de unos y al acomplejado consentimiento de otros.

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