Les espera el tedioso tratamiento burocrático. Prometen mayor libertad civil y la posibilidad de que no se criminalice más al consumidor. Sin embargo, promete también enormes ganancias para las transnacionales de las semillas y la biotecnología, Monsanto a la cabeza.
Los tres sonríen para la foto. Y, además, se abrazan. Fundamentalmente se abrazan, algo tan poco habitual y tan fingido, que sorprende y desalienta. Pero ellos, igual, se abrazan conformes: Ricardo Gil Lavedra, de la Unión Cívica Radical; Victoria Donda, del Frente Amplio Progresista; y Diana Conti, del Frente para la Victoria, hicieron lo que pocas veces hacen: aunaron criterios y consensuaron sobre el proyecto de despenalización de la marihuana. “Esto tuvo que ver con una ley que permitió enmascarar cifras oficiales simulando muchas veces la persecución al narcotráfico con estadísticas falsas, ya que de los 12 mil casos por año que ingresan por infracción a la ley de drogas, el 70% es a usuarios y sólo el 3% a vendedores”, dice Donda. La desigualdad que imprimen la actual ley de drogas (cómo imprime cualquier ley que se asiente en la prohibición de las libertades individuales) es indiscutible: de ahí que los tres legisladores recen en conjunto la recuperación de la vigencia del artículo 19 de la Constitución Nacional. Es allí donde queda claro que cualquier ciudadano puede hacer lo que se le antoja, mientras no moleste al resto. Ese principio de “qué-te-importa-qué-hago-con-mi-vida” es el que rige esta ley absolutamente progresiva, como rige en las otras leyes de igual trascendencia simbólica: matrimonio igualitario, reforma del Código Civil, aborto no punible, etc.
Convengamos que la moralina del discurso de la salubridad (algo así como: “no podemos dejar que se maten”) ha caído en desgracia hace largo tiempo y ya son más bien pocos los que internamente se lo creen. La diferencia entre un fumador y un no fumador no es demasiado grande, solo que el primero es capaz de elegir cómo morirse. La sanción a la marihuana por su carácter dañino pierde toda legitimidad desde el momento en que el alcohol y el tabaco son aceptados socialmente. ¿Acaso la prohibición es la respuesta a todos los males? La realidad se ha empecinado en demostrar lo contrario desde los tiempos de la Inquisición (y antes también).
La revista THC (de cultura cannábica) registra la reunión de los legisladores con algarabía: no son pocos los que unen el financiamiento de esta publicación con gestiones del senador Aníbal Fernández. El exjefe de Gabinete muestra ahora una posición favorable a la despenalización y tendiente a “tratar la salud de los adictos, no reprimirlos”. Un cambio considerable, teniendo en cuenta sus pasos por los ministerios del Interior y de Justicia, con escasa gestión al respecto.
El periodista Christian Sanz denuncio desde el sitio Tribuna de Periodistas a Aníbal Fernández y la revista THC como promotores del movimiento “harm reduction” (“reducción de daños”) encarnado principalmente en el financista multimillonario, George Soros, y que propone, básicamente, la reducción de los “gastos” estatales que implica la lucha contra las drogas, las campañas preventivas y la asistencia a los adictos.
¿La solución? Despenalizar el uso de drogas y que cada uno se las arregle por sí mismo. Sebastión Basalo, director de la revista, respondió a las acusación: ofreció mostrar el registro accionario para probar quiénes son los cuatro socios que invirtieron en los primeros números.
La denuncia pasó al olvido, pero motivos hay para las sospechas.
Los negocios de Tío George
Dudo que George Soros haya seguido por televisión el debate en el Congreso. Seguramente debió haber estado sumamente ocupado en sus negocios el 6 de agosto de 2009, cuando la Fundación Open Society disertaba en el Parlamento argentino sobre la necesidad de despenalizar la tenencia de drogas. El acto había estado organizado por la Fundación Intercambios y era patrocinado por las embajadas de Inglaterra y Holanda. Los otros disertantes fueron, ni más ni menos, el propio Aníbal Fernández y el juez de la Corte Suprema, Eugenio Zaffaronni. Dos días más tarde, la misma Corte dictaba un fallo que despenalizaba la tenencia de drogas. ¿Por qué a George Soros le hubiera podido interesar el debate? Bueno, porque el megamillonario, además de haberse visto beneficiado con información de privilegio durante la crisis del 2001, lo que le permitió licuar sus activos justo a tiempo; o ser uno de los principales inversores en Adecoagro, una de las caras con que actúa el capital financiero internacional en los negocios agropecuarios de la Argentina; o ser un productor “con coronita”, ya que pudo alquilar campos del Ejército para plantar soja, justo en el mismo momento en que la presidenta, Cristina Fernández, despotricaba contra el “yuyo” y los pooles sojeros en julio del 2008; o realizar el emprendimiento arrocero que pone en peligro la reservas del Ayuí en Corrientes, junto con el vicepresidente del Grupo Clarín, José Aranda; o ser accionista de Motorola y tener inversiones en otros rubros como, por ejemplo, la salud… además de todo eso, George Soros es el presidente y fundador de la Open Society.
Y le queda tiempo para algunos negocios más a este emprendedor empedernido: la Open Society que discurseaba en el Congreso de la Nación sobre las ventajas de despenalizar las drogas, es una de las principales fuentes de financiamiento de diversos grupos y organismo que promueven la política de “harm reduction”. A la vez, Tío George es accionista de… ¡Monsanto! La multinacional de biotecnología, cuyo prestigio está más enturbiado que las aguas del Riachuelo. Solo basta con una simplísima pesquisa para comprobar las múltiples denuncias realizadas en todo el mundo contra Monsanto: en varios países, incluso, sus productos (semillas transgénicas y agroquímicos) fueron prohibidos y denostados públicamente. Argentina aún goza de sus bondades. “La Ley de drogas en Argentina vino a acompañar una política universal en materia de drogas impulsada por Estados Unidos, de neto corte prohibicionista”, afirma Diana Conti a THC. Pero la alusión al “gesto soberano” se empaña con las revelaciones del nuevo objetivo de las multinacionales: la despenalización de la tenencia de estupefacientes y el tratamiento que debe darle el Estado a los adictos a las drogas. Es decir: ¿con qué necesidad mostrar como un “hecho soberano” una legislación civil? Las proclamaciones estruendosas tienen el problema de que, cuando se desnudan, el ridículo es irrecuperable. La política de penetración es sencilla y conocida (de hecho, no difiere de lo que hacen con la soja).
Porque así “pega” más…
Un estudio de la Coordinación Nacional de la Política de Drogas, con sede en Suecia, explica por qué el “porro” transgénico tiene mayores efectos. Los niveles de THC –dice-, el componente psicoactivo más importante del cannabis, no superaban el 5% en 1961: actualmente la cifra está por encima del 20%. Es decir: los hippies de la revolución sexual, entonces, no podrán justificar ahora sus arrebatos juveniles porque estaban completamente fumados.
La ventaja de esta planta (y donde radica el negocio) es su ciclo de vida: es mucho más breve que el del cannabis tradicional. En 90 días uno puede tener flores con el grado máximo de THC y listas para servir a la mesa. Se puede producir más y más rápidamente: la planta transgénica es más pequeña que la tradicional, pero permite cuatro cosechas al año. En términos económicos, las posibilidades que estos descubrimientos exploran no son menores: Estados Unidos cultiva 56.4 millones de plantas de marihuana al aire libre por un valor de 31.700 millones de dólares, y 11.7 millones de plantas en el interior de las casas por 4.100 millones de dólares. Así lo aseguró, allá por el 2007, Jon Gettman, activista de la reforma de la marihuana, a lo que agrega ser líder de la Coalición para la Reprogramación de cannabis y un ex jefe de la Organización Nacional para la Reforma de las Leyes de la Marihuana. En 2006, había dicho que el valor monetario de la marihuana determina la cosecha más grande de dinero en efectivo en la nación [Estados Unidos], superando los valores combinados de maíz y trigo.
Algo de eso deben haber previsto las empresas tabacaleras que comenzaron a desarrollar los estudios. Las enormes pérdidas y las restricciones gubernamentales, obligaron a volcar sus inversiones hacia la producción de conocimiento científico: entonces descubrieron las grandes posibilidades de la marihuana transgénica. Para producirla estarían los países “subdesarrollados”, con Colombia a la cabeza. A partir de entonces, comienza la política de conquista, contaminando los suelos y comprando la producción de cannabis. La DEA misma reconoce a los estados que abastecen: California, Tennessee, Kentucky, Hawai, Washington, Massachusetts, North Carolina, Florida, Virginia, Mississippi y Oregón. Todos estos estados antes cultivaban tabaco. Pronto se vieron los logros: en los cinco primeros estados, la cosecha de cannabis rondó los mil millones de dólares anuales. Un “currito” nada despreciable.
Estados Unidos niega incluirse entre los países productores y por esa razón no elabora estadísticas oficiales sobre la producción y consumo de estupefacientes. Es como tapar el sol con las manos. La ONU, de todas maneras, apuntó que de las 30 mil toneladas de marihuana que cada año se cultiva en el mundo, las dos terceras partes son consumidas por ciudadanos estadounidenses.
Las reformas civiles que pueden representar grandes avances en la libertad de las personas y superaciones culturales, también pueden significar enormes estafas a favor de las corporaciones que manejan la economía del mundo.
Cómo controlar (incluso) la libertad
Controlar, regular, conseguir las licencias e imponer el cultivo. Esa es la base de la estrategia. La ingeniería genética es el puntapié que permite, luego, la privatización del saber y, como cierre, la imposición del uso de las semillas, por el cual los productores (¡por supuesto!) deben pagar un canon. La Drug Policy Alliance (DPA) impulsa la Proposición 19, una medida impulsada en los Estados Unidos para despenalizar las drogas en los estados del oeste. Se trataba, según sus críticos, de abrirle las puertas a Monsanto y otras petroquímicas para el desarrollo de sus semillas trangénicas y así hegemonizar la comercialización, tal como ya lo hacen con la soja y el maíz. ¿Adivine, lector, quién es director adjunto de la DPA? Quizás acertó: George Soros. El hombre no es ningún zonzo: integra el organismo que promueve la despenalización y, al mismo tiempo, es accionista de la empresa que se beneficiará monopolizando la producción, comercialización y cobro de impuestos. Una obra maestra del arte de la estafa.
En esa estrategia encaja el movimiento de “harm reduction”. El plateo de base no carece de lógica: hacer del consumo de drogas un tema privado para desentender a los estados del cuidado que debe procurar a los adictos. Para los defensores honestos se trata de derechos civiles, para las corporaciones, ni más ni menos que de privatizar el consumo. Victoria Donda, por el contrario, tranquila de que la nueva ley argentina preverá la integración de los adictos al sistema de salud. “Lo que hizo esta ley [la actual] fue alejar a la gente del sistema de salud, de hecho en nuestros hospitales no hay espacios para la gente que pueda sufrir una adicción, tanto a sustancias ilegales como legales”, afirma. La motivación de las empresas privadas es otra y se sintetiza en una palabra: ganancias.
La DPA está integrada por célebres hombres de poder. Entre sus filas se encuentran, por ejemplo, Frank Carlucci III, miembro del consejo de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos hasta 1995, ex asistente del director de la CIA entre 1978 y 1980 (años especialmente intensos para la entidad) y director de United Defense Industries, una empresa contratista de defensa que pertenece al Carlyle Bank. Es decir, Carlucci III es, con todas las letras, un hombre que busca el bienestar de todos (¿?). También la DPA cuenta con la colaboración de Nicholas Katzenbach, que es director honorario de la organización y fue Asesor Jurídico de la Corporación IBM desde 1969 hasta 1986. También se puede mencionar a Mathilde Krim, director adjunto de la DPA y fedeicomisiario de la Fundación Rockefeller. Además, la lista la engrosa Paul Volcker, que es director honorario de la DPA y que forjó su prestigio dentro de la Reserva Federal. Uno de sus hobbies es la inversión en la banca internacional y el financiamiento a centros de estudio y organizaciones de diversa índole alrededor del mundo. Ejerciendo uno de esas “actividades recreativas” es que Volcker se sumó a la Comisión Global de Drogas para la ONU. La Comisión, integrada por expresidentes y funcionarios de organismos internacionales, redactó un informe sobre el tema: “(…) se necesitan urgentes reformas fundamentales en las políticas de control de drogas nacionales y mundiales”, concluía en uno de sus párrafos.
Las reformas comienzan a llegar de la mano del capital.
Todos unidos triunfaremos
“Las empresas multinacionales como Monsanto, Syngenta, Bayor Crop Science, y Semex se han puesto en marcha en Guelph, debido a la capacidad de interactuar de cerca con la investigación y la facilidad de acceso al capital humano, y los recursos del gobierno, así como la capacidad de atraer la inversión”. Así describe la alianza un documento de la Universidad de Guelph, que logró en 2007 modificar genéticamente y patentar el genoma de un cerdo, que quedó registrado como el EnviroPig. El descubrimiento fue gracias a su sociedad con Monsanto. Desde entonces, el trabajo es mancomunado: juntos, también, intentan modificar genéticamente una ambrosía resistente al glifosato y han desarrollado ampliamente la ingeniería genética de cepas de cultivos de soja. Desde la Universidad de Guelph se han irradiado muchos de los conocimientos y descubrimientos que hoy marcan a fuego el esquema productivo (y social) de muchísimos países, entre ellos, la Argentina.
Ese control del conocimiento se busca con los desarrollos transgénicos del cannabis. El Journal of Experimental Botany publicó en septiembre de 2009 que investigadores de la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad de Minnesota habían identificado los genes en la plata de cannabis que producen tetra-hydro-cannabinol (THC), la sustancia que hace que el porro “pegue”. “Un primer paso hacia la ingeniería de una planta de cannabis libre de drogas”, decía el comunicado de prensa. George Weiblen, profesor asociado de biología vegetal y co-autor del estudio, dijo que “la genética de cannabis puede contribuir a mejorar la agricultura, la medicina, y lucha contra las drogas”. También puede servir para enriquecer y aumentar el dominio mundial de las corporaciones. Pero ese detalle se le pasa por alto a “sir Weiblen”, que puede llevar adelante sus investigaciones gracias a la autorización que la DEA (Administración de Cumplimiento de Leyes sobre las Drogas) concedió para la importación de cannabis dentro de los Estados Unidos. Y aquí se vuelve a enrollar la madeja: las principales fuentes de esas importaciones proceden de Kenex, con sede en Ontario, Canadá y HortaPharm, de Amsterdam.
Estas dos corporaciones tienen el muy excepcional privilegio de contar con las autorizaciones de la DEA. Quizás haya sido un reconocimiento a su larga trayectoria en la búsqueda del lucro a través del vicio ajeno. Fue en 1995 que Kenex comenzaba a investigar el cáñamo industrial. Esos primeros estudios fueron en cooperación con Ridgetown College de la Universidad de… -¡Atención!- ¡Guelph!, en Ontario. Eso es, la misma que copera con Monsanto, Dupont, Syngenta, Dow Chemical y demás colosos de la biotecnología y las semillas, en estos tiempos. El proyecto cobró dimensiones mayores y se amplió en 1996: es el proyecto de investigación más grande del cáñamo en Canadá. HortaPharm, por su parte, fue fundada por David Watson, un virtuoso que logró desarrollar algunas de las más utilizadas cepas de cannabis en el mundo: la Skunk #1 fue importada y utilizada en la investigación de George Weiblens… ¿Recuerdan? El académico de la Universidad de Minnesota que encontró la clave para “pegarse” un buen “viaje”.
El bueno de Watson fue denunciado por la revista Cannabis Farmer por sus intenciones de crear genéticas de platas que no sacaran semillas ni fueran pasibles de clonación mediante esquejes. “Dr. Frankenbeanstein”, como se lo conoce, quería, en otros términos, quedarse con el negocio. Para ello tuvo apoyo de la DEA, lo que permitió que su investigación en Holanda (Haga memoria: país que sponsoreó la presentación de la Open Society en el Congreso Nacional) tuviera prioridad e, incluso, recibiera dinero del propio gobierno holandés.
Monsanto, a través de HortaPharm, según se denuncia, utiliza la tecnología “terminator”, que mata a las semillas de las plantas de cannabis una vez que estas están en condiciones de producirlas. Es lo mismo que hizo en México con el maíz o en Paraguay y la Argentina con la soja. De ese modo, HortaPharm investigaría todas las secuencias genéticas posibles para tratar todas las enfermedades, patentarlas y, finalmente, acusar de faude a cualquiera que utilice comercialmente la marihuana. Cultivar tu propia plantita vendría a incurrir en una violación de la ¡propiedad privada! Es decir: la despenalización, que no se persiga ni criminalice más a los consumidores y que estos puedan cultivar sus plantas para no depender de las roscas del narco, es una medida absolutamente progresiva que, sin embargo, puede verse empañada por la opresión de las corporaciones sino se legisla también sobre el dominio de las patentes de las semillas. La despenalización resuelve el problema civil, pero el precinto económico sigue tan estrecho y ajustado como en los casos de los cultivos agropecuarios.
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