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Lecturas de verano 1

Luis del Palacio
jueves, 2 de agosto de 2012, 08:01 h (CET)
"Capricho", de Almudena de Arteaga, rigor histórico y buena literatura
Uno de los errores más comunes entre los escritores de novelas con trasfondo histórico –me refiero tanto a las que recrean una época del pasado, como a las que utilizan la técnica del "flash back" para elaborar una trama que puede desarrollarse en el presente- es caer en el anacronismo. Con independencia de la calidad literaria del libro que se trate, ello denota una cierta dejadez por parte de su autor, que no se ha tomado el tiempo y el trabajo precisos a la hora de documentarse.

De Bulwer-Lytton y "Los últimos días de Pompeya" a "Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, transcurre un siglo en el que el "género histórico", dentro de la novela, seduce a muchos grandes escritores. Mika Waltari, Mújica Lainez, Naguib Mafuz, son sólo algunos. En España aparecen también novelas de este tipo, sobre todo a partir de la década de los ochenta. "No digas que fue un sueño", de Terenci Moix, es, en mi opinión, una de las más interesantes.

Y después (y hasta el presente) una aluvión de títulos, muchos de ellos en lengua española, acaparan el mercado editorial. El "producto histórico" vende y hay que aprovechar el filón. Y la calidad, como era de esperar, desciende; no sólo por los anacronismos y la falta de documentación, sino a causa de muchos otros defectos estructurales, de redacción, estilísticos etc.

Pese a todo, algunos escritores resaltan con brillo propio. No han renunciado a su arte y abundan en este género no porque "esté de moda", sino porque se sienten cómodos en él.

Almudena de Arteaga es, sin duda, uno de los nombres más destacados entre los autores contemporáneos que cultivan la novela histórica. En cada una de sus obras –dentro de una producción que supera la decena de títulos- se aprecia ese afán de hacer buena literatura y también la paciente labor de investigación, en la que cuida con esmero tanto

el correcto enfoque de cada uno de los periodos que aborda, como el detalle aparentemente secundario, que es, precisamente, aquel que hace que la historia cobre vida y que a través de la lectura tengamos la sensación de "haber estado allí".

CAPRICHO, último libro de la escritora madrileña, obtuvo hace pocos meses el Premio Azorín de Novela, convocado anualmente por Planeta. En él se narra un periodo (de 1797 a 1812) especialmente convulso en la historia de España, donde se dan episodios tan decisivos como el viaje sin retorno de la Familia Real a Francia, la intriga urdida por el Príncipe de Asturias (futuro Fernando VII) para usurpar el trono de su padre, las maquinaciones del valido, Manuel Godoy, para desestabilizar la situación en su propio beneficio; a los que suceden otros como la entronización de José I ("Pepe Botella") como Rey de España, la invasión napoleónica y como colofón –verdadero broche de oro a la novela- la formación de las Cortes de Cádiz y la redacción de nuestra primera Constitución.

De Arteaga desarrolla la trama de un modo cronológico, presentando los hechos a través de alguien que, por su posición social y aguda inteligencia, fue testigo excepcional: María Josefa Pimentel y Téllez-Girón, condesa-duquesa de Benavente y duquesa de Osuna. Este personaje –rescatado del olvido a mediados del siglo pasado a través de una biografía escrita por la condesa de Yebes- es el verdadero protagonista de la novela, al que se suman dos personajes secundarios también históricos, la duquesa de Alba y la condesa de Chichón, y uno de ficción encarnado por la francesa Michelle Brayé, protegida de la duquesa de Osuna. A través de las casi cuatrocientas páginas de la novela colea el misterio: ¿Dónde y por qué estuvieron escondidos los dos cuadros que pintara Goya, en los que se muestra a una misma mujer –vestida en uno, desnuda en el otro- durante varios años? ¿Quién los robó? ¿Fue Cayetana Álvarez de Toledo, duquesa de Alba, supuesta amante de Goya, la modelo? El misterio se desvelará al final, como ocurre en la mayoría de las novelas policiacas. Y no defraudará al lector.

Dejo para el final de este comentario lo que constituye el elemento más importante de una obra narrativa: el empleo de la prosa. Algo que puede parecer obvio tratándose de una obra que aspira a ser literatura y que, sin embargo, con frecuencia echamos de menos en muchos libros.

La autora domina con soltura los resortes del género y, además, escribe con primor, con ligereza y rigor en las descripciones de los personajes, las situaciones y los ambientes. Y toda esta fluidez se enmarca en pasajes de gran belleza.
 
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