MADRID, 18 (OTR/PRESS) Una cabra fue a una tienda de comestibles que regentaba un conejo y pidió cinco céntimos de cacahuetes, pagó con una moneda de diez céntimos y el conejo le devolvió una moneda de cinco céntimos que había sido agujereada por el centro. La cabra no se inmutó, tomó la moneda y días más tarde regresó a la tienda, pidió de nuevo cinco céntimos de cacahuetes y pagó con la misma moneda, que ella se había encargado de rellenar por el centro con un parche de metal. "No acepto esa moneda", le dijo ofendido el conejo. "Pero si es la que tú me diste como cambio hace unos días", respondió la cabra. "Ya lo sé, contesto el conejo, pero yo no intenté engañarte. Cuando aceptaste la moneda, el agujero era evidente y al pasarte la moneda demostré mi sagacidad comercial. Ahora al intentar pasármela tú con el agujero relleno tratas claramente de engañarme y eso es un fraude. Como sigas haciendo así las cosas, mucho me temo que pronto te las tendrás que ver con la justicia". La política se rige hoy entre nosotros más por las normas del engaño y de la mentira que por el respeto a la verdad y a la honradez. Todos tratan de mentir sea en el Parlamento, en los medios o en los juzgados. La banalidad con que se miente es, posiblemente, el mayor peligro al que se enfrentan hoy las instituciones y la propia democracia. Decía Jean Monnet, uno de los padres de Europa, que "para cambiar las cosas hacen falta personas, pero para mantener el progreso son necesarias las instituciones". Y si nos cargamos o devaluamos las instituciones, no hay progreso social o económico posible. Y en eso parece que están. Mentir debería costar el cargo y debería llevar anexa la obligación de asumir responsabilidades y devolver lo defraudado. "Nos hemos cuidado de manipular nuestras fuentes siempre privilegiadas para adaptarlas a nuestras hipótesis", decía hace algún tiempo un tal Pablo Iglesias. Hoy, hay conejos que, sin ningún remordimiento, dan monedas defectuosas -eso es la mentira, las medias verdades, las falsas promesas, los compromisos incumplidos- a los ciudadanos y si éstos se dan cuenta, encima les echan las culpas. Estamos en la era de la falsificación. Que se lo digan a Aldama, a Koldo, a Ábalos, a los ministros que les dieron juego y contratos y les abrieron la puerta de los Ministerios y de las empresas públicas y ahora lo niegan todo. Que se lo digan a los ciudadanos de Valencia que, cincuenta días después de la tragedia siguen sin haber podido recuperar la normalidad en sus calles, en sus garajes, en sus alcantarillas aún anegadas, sin recibir las ayudas urgentes imprescindibles para arreglar su vivienda, para poner en marcha su comercio o su empresa, para poder sobrevivir. Y eso a pesar de su trabajo duro, de la acción de casi diez mil militares, de los miles de voluntarios que llegaron cuando las instituciones no supieron reaccionar. De las ayudas prometidas por el Gobierno -catorce mil millones- apenas ha llegado una mínima parte. De las del Consorcio de Seguros, lo mismo. Ni el responsable de la Generalitat ni el del Gobierno central están donde tienen que estar ni hablan entre ellos. Muchos no tienen ni para comer. Sólo han llegado las ayudas de los ciudadanos. Que se lo digan a los enfermos de ELA, para los que se aprobó una Ley vendida como la solución a todos sus problemas, pero que, a día de hoy, no se ha dotado económicamente, por lo que no sirve para nada. Jordi Sabaté, uno de los impulsores de esta ley, ha pedido perdón por haber dado falsas esperanzas a los enfermos como él. Tiene bemoles. A unos y a otros -y hay muchos más ejemplos- les han colado la moneda falsa, defectuosa y cuando lo denuncian, los responsables miran para otro lado. No es sagacidad, es fraude. Se aprovechan de una sociedad acomodada y acobardada. Cuenta la manipulación, la impostura. Prometer, comprometerse y no hacer es una forma de engaño y de mentira. Y casi siempre eso es más destructivo que el peor virus. Hay que confiar en el último eslabón, el de la justicia, a la que también atacan sin esconderse.
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