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Vieja balada esta de la mentira. Cuando se desliza por el camino del desenfreno, puede convertirse en una falsedad cotidiana en verdad pública y protegida. Entonces, todo se convierte en gallinero y falacia, donde: si él miente, yo miento más, nosotros mentimos, luego todos mienten: si ellos calumnian, yo calumnio. Y tiramos porque nos toca. Con lo que la vida política se está convirtiendo en trapicheos de casa de vecinos.
De pequeños, por lo menos a los de mi generación, nos enseñaron que España formaba parte de Europa, pero que estaba unida o separada de ella por los Montes Pirineos. Desde entonces me he sentido atraído y a la vez intrigado por qué a esa cadena montañosa se le denominaba de esa manera.
El griego Esopo creó una de las fábulas más conocidas: “La gallina de los huevos de oro”. La narración describe a una pareja de campesinos que descubren que tienen una gallina que pone diariamente un huevo de oro. No tuvieron bastante con la inesperada riqueza que los sacó de la miseria, que decidieron matar el ave porque creyeron que podrían acceder directamente a la mina. La mataron y al abrirla en canal descubrieron que su interior no difería en nada de las demás gallinas.
Erase una vez un pastorcillo que guiaba a todas las ovejas del rebaño. El pastorcillo, aburrido al segundo año de tomar cargo, decidió reírse del fiel rebaño que tenía a su mando. — ¡Que viene el fascismo! — Chilló lo más alto que pudo— ¡que viene el fascismo! En cuanto las ovejas escucharon el alarido del pastor subieron a lo alto de la colina y vieron a su amo discutiendo con un popurrí de botones descosidos: las disidentes del 15 de mayo.
Ciertamente el hombre, como ser humano, poco tiene que desvelarnos sobre su condición, sus apetencias y sus propósitos. Esopo, escritor cuya existencia se inscribe entre la realidad y la tradición de la Grecia clásica del siglo V a. C., entre otras de las muchas enseñanzas que nos legó nos dejó una que podemos considerar como el paradigma de lo que somos las personas. Se trata de la fábula de la rana y el buey.
Sirve de recordatorio de que Dios existe y que no lo ha instituido para que se dedique al ocio como se ha convertido.
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