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El espejo del día estaba ovalado y mortecino como una luz de un poste de luz eléctrica. Nadie en la vecindad se atrevía abrir la boca, ni irse por otro camino que no fuese el de la súplica para encontrar la verdad. Cuando hay un hecho de la vida real, existe la verdad absoluta, pues se involucra, no más el producto del surco de la verdad. Aunque las huellas existen y seguirán existiendo, dactilares y de todo tipo, ese es un detector.
Era el tiempo del año 1900 un 14 de junio. En la averiguación del hecho criminoso, tuvo conocimiento antes el poblado aledaño de la isla "Chocote", y fueron atendidoen el hospital del pueblo los agraviados: María, José, Fernando, Jacinto Francisca e Ignacia. Al hospital llegó la autoridad con el médico forense, y tres agentes de policía. Los lesionados declararon que habían sido atacados por Cayetano y Ernesto, dándose los hechos así...
Como de costumbre, un señor, una noche pasó por la casa de Irsa. Siempre le observaba pasar, pero una noche de mucha lluvia lo detuvo y le dijo: lo invito se quede a comer, él accedió. Irsa, había heredado una fortuna de sus padres. Desde ese día cada vez que pasaba el señor desconocido, se detenía en casa de Irsa, y le saludaba y le daban un plato de comida.
Esto dictaba la orden del día y sus propios misterios, enfilados como cerrojos. Furtivamente, la impiedad del tiempo se deslizaba, ante la necesidad imperiosa del deseo de olvidar, recordar como eje fundamental del placer de dirigir telescópicamente la pérdida, para en su momento leer infolios, con el objeto de rememorar, y a su vez olvidar, para simbolizar lo ido.
A lo mejor, era, pero efectivamente no lo es. En un aposento obscuro, derruido por el tiempo olvidado, era como estar en un profundo y nítido sueño. No eran cosas olvidadas, más bien era una noble invitación, para observar desde la ventana esa realidad, y erguido en la mirada don Pedro fijó la vista en la soledad y quietud de la madre naturaleza, al ver las flores, y dispersado cantar su himno mañanero, ver arboleda descolorida por la sequedad del tiempo.
Helia Pérez Murillo, mi compañera en las clases de interpretación, así como en las de expresión corporal, enseñaba literatura inglesa en un colegio religioso. Religiosa ella, rara avis, buen humor y mal aliento, no respondía a los cánones usuales de quien se prepara para ejercer de actor. Se anexaba a los grupúsculos más laburadores sin desestimar a los que apuntaban hacia un destino de reviente.
Durante un primer lapso se las arregló sin trabajar, adaptándose, recién llegada de un pueblo del Paraguay donde sus familiares, en condición de propietarios, se dedicaban a tareas de campo, la ganadería, los naranjales. Al nacer había pesado cuatro kilos, y lloraba mucho, lloraba por nada. La operaron, siendo beba, de una hernia de ovario, y ella sí que no se privó de padecer todas las enfermedades comunes de la infancia.
En la enorme casona después de la muerte material, viaje a la segunda “vida” de Abultasén Abel, sus conocidos, ex trabajadores, y la comunidad arábiga aquí en la tierra le recordaban y discurrían, así: “Veremos quién triunfa, en la otra vida, las bellas letras o las muecas de letras como comedia tortuosa y signos de víbora envenenada que transforman la psiquis de esa palabra escrita que quiso competir con las bellas letras en esta vida. Esperemos noticias”.
Eufelio murió debido a que se le cayó un bolo en la cabeza...
La puerta no aguantaría demasiado, iba a morir, lo sabía, no tenía demasiado con lo que defenderme, bueno, sí, podía matarlos de risa cuando me vieran con mi pijama de princesa Disney, mis deportivas y una espada de plástico de Starwars, miré aquella mochila llena de dinero que custodiaba con aquella estúpida espada, mi tesoro.
Está todo dicho y no hay más que hablar, voy a parar de soñar. Olvidaré cuando cantaba a Lolo: Lolo Loliño Lolo, Luliño de mi corazón.
Cuando desperté, mi cuerpo estaba cubierto de sangre, olía a muerte. Sentí mi cabeza pesada, no recordaba absolutamente nada, pero allí estaba yo, en una habitación de hotel de cinco estrellas, bueno, supongo, por el aspecto y el lujo que se respiraba por encima de toda aquella gente muerta a la que no conocía.
Microrrelatos: 'Relaciones de dolor y alegría', 'La realidad de la ventana' y 'El libro cansado y viejo'.
'La decisión en venta', 'Dijo lentamente', 'Te has enojado' o 'El rayo se asustó' son algunos de los títulos de los microrrelatos de esta serie.
En una noche de tormenta, cuando el cielo parecía enfurecido con el mundo, Mileva miró a sus hijos y dio gracias por esas hermosas bendiciones que el universo le había concedido, luego miró aquel dinero que se encontraba en la estantería, ese dinero que debería haber sido legalmente suyo y que sin embargo se llevó su marido, eso y todos los reconocimientos.
Mis manos estaban manchadas de sangre, su cuerpo a mis pies, y sus ojos inertes me miraban con sorpresa incapaces de creer lo que había hecho. Miré mis manos, ¿cómo había llegado a convertirme en una asesina? No podía creer que ella me hubiera traicionado. Cuando miré sus ojos muertos supe que todo había terminado, la vida puede cambiar radicalmente en un año. Mi mente volvió un año atrás.
Solo faltaban horas para que el Reino de Granada fuera ocupado por otros, para que Boabdil no volviera a admirar ese atardecer de fuego desde el Palacio de la Alhambra. Desde la Torre de la vela, sus oscuros ojos se humedecían al ver lo que dentro de poco no le pertenecería. Intentaba retener en su interior cada instante de aquel momento.
Tres amigos, José, Norberto y Jacinto, conversaban amenamente, bajo las copiosas sombra de las hojas del jardín de José, y de un inmenso árbol de mango, que sus frutas parecían manzanas, en donde degustaban, unos frijoles molidos con chile y pan francés, y de sobre mesa unas galletas simples.
Un día, de todos los tiempos, un par de amigos conversaban, amenamente amparados por las sombras de un árbol de chilamate y en el parque central de la ciudades, al son de unas tazas de café con galletas, y con espectaculares sorbos de cigarrillos, el uno y el otro se expresaban.
Contaba el año 1509 cuando Fernando el católico encerró a Juana I de Castilla en el palacio de Tordesillas con la intención de seguir gobernando Castilla. Juana era aconsejable que estuviese loca, primero para su padre, y después para su hijo, el poder siempre ha sido la fuerza que ha movido al ser humano hacia el egoísmo y ellos no iban a ser menos.
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