Con esa decisión hemos puesto una pica en Flandes y nos consideramos en posesión de la verdad absoluta que amenazamos dejar caer sobre la cabeza del otro. Mientras escribo estos pensamientos, políticos de todas las facciones, en el Congreso, están esgrimiendo sus “verdades absolutas” que ponen a los demás de “chupa de domine” y olvidan por completo sus propios errores (u horrores).
Personalmente, a medida que pasan los años, cada vez me atrevo menos a asegurar que voy o que vengo, que lo hago bien o que lo hago mal. Huyo de de ese maniqueísmo de buenos y malos que tanto daño me hacen. Los mayores nos movemos en la incertidumbre de lo mal que lo hemos hecho en el pasado, lo mal que lo hacemos ahora y lo que venga. Nos sentimos criticados en su día por la generación de la guerra y nos arrepentimos por lo realizado por los del baby-boom por mor de la crítica de las generaciones que nos han seguido, que nos achacan todos los males habidos y por haber. Mientras, tenemos la percepción de que cada vez lo hacen peor los dirigentes actuales.
Esta situación provoca en mí un sentido de la culpabilidad excesivo. Me hice periodista para recoger buenas noticias y estoy a punto de tirar la toalla porque me siento y siento a mi generación como fracasados que no han hecho una a derechas. Cada día encuentro menos motivos para escribir.
Por todo ello, vuelvo a cultivar mi pequeña verdad absoluta. No ser infiel a mi mismo ni a los demás. Intentar aceptar lo que Dios me manda cada día y no convertirme en un viejo gruñón y amargado. Espero que alguno de mi generación me secunde y fundemos el partido de los descabreados con esperanza. Así se lo pido a Dios cada día en medio de mi conato de desesperación.
San Agustín y Santo Tomás escribieron auténticos tratados sobre la verdad, pero en el fondo solo pudieron reseñar “cuatro verdades”. Como tú y como yo. Juntemos nuestras cuatro con las que aceptemos de los otros y, finalmente, tres días después de muertos y por la tarde, encontraremos la verdad.
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