Me llamo Iria Bouzas y tengo una dificultad de aprendizaje que se llama discalculia.
Nací en 1977 por lo que mi educación primaria de desarrolló en los años 80. Años llenos de creatividad en muchos aspectos, pero lamentablemente, también fue una época en los que el sistema educativo español era todavía una extensión de la educación del Régimen anterior.
“La letra con sangre entra” nos decían aún muchos maestros de aquellos tiempos. Y por desgracia para mí, ese maldito refrán se extendía también a la enseñanza de los números y las matemáticas.
Discalculia es un término que sirve para englobar un montón de problemas diferentes a la hora de abordar el aprendizaje de las matemáticas.
No estoy preparada para escribir un artículo científico donde pueda explicar los motivos de por qué el cerebro de un discalcúlico funciona de forma diferente y tampoco puedo definir el listado completo de síntomas que pueden aparecer en una persona que tenga este trastorno.
Yo solo puedo contar mi caso. No todas las personas con discalculia tenemos las mismas problemáticas, son diferentes en cada persona
Para mí, ya desde muy pequeña, las operaciones matemáticas eran una auténtica nebulosa. No estoy hablando de conceptos difíciles de entender o que me disgustase trabajar. Hablo de estar paseando medio de una niebla en la que no se ve absolutamente nada mientras todas las personas que le acompañan señalan alborozados las maravillas paisajísticas que se encuentran en el camino.
Para mí una clase de matemáticas era exactamente lo mismo que si mañana les dejasen a ustedes solos en medio de una aldea de la China más profunda. Por más voluntad que pongan a la hora de entenderse con los lugareños, lo más probable es que su esfuerzo termine transformándose en un intento inútil y frustrante.
Una persona con discalculia, no es una persona vaga o que no quiera trabajar. Nuestros cerebros no procesan los conceptos matemáticos igual que el resto de las personas. En mi caso, no importaba cuantas horas dedicase a hacer divisiones. Al ponerme a dividir, le estaban pidiendo a una persona muda que mantuviese una conversación con el aldeano chino del que les hablaba antes.
Como pude y para regocijo de algunos de aquellos infames docentes, sangrando en muchísimas ocasiones pero fui avanzando por el sistema educativo compensando mis dificultades para las matemáticas con mi trabajo y mi capacidad para el resto de materias.
Ningún profesor se dio cuenta jamás de que existía algún tipo de problema. Algunos profesores de ciencias simplemente se contentaban con recordarme que no “servía para estudiar” y me animaban a abandonar el sistema educativo para ejercer alguna profesión que no tuviese “tantas dificultades”.
Por suerte la vida, además de con un cerebro con problemas para los conceptos matemáticos, me ha dotado con una terquedad que podría llegar a definirse como legendaria.
Así que llegué a la Universidad. Y decidí estudiar una ingeniería.
Como ya he dicho, tengo desde pequeña una curiosidad casi enfermiza y una necesidad de aprender cómo funciona el mundo, lo que me llevó a pensar que esa era la carrera que debería estudiar.
Fue estudiando ingeniería cuando, lejos de interferencias de maestros especialistas en dañar la autoestima, fui plenamente consciente de que tenía algún problema y decidí buscar ayuda profesional.
Y ahí, a mis veintipocos años supe que ni era la estúpida como la que me habían descrito y que desde luego tampoco había sido jamás una vaga a la hora de esforzarme para aprender.
Después de una evaluación y unas pruebas, por fin entendí por qué me entraban ganas de llorar cada vez que alguien me dictaba una serie larga de números, ya fuese una cuenta bancaria o un número de teléfono.
Por fin supe por qué era incapaz de entender bien un mapa, por qué se me daba tan mal el diseño espacial y por qué siempre terminaba perdiéndome, totalmente desorientada, cuando iba a un sitio nuevo.
Ese día supe que mis errores de cálculo, llegando a confundir cosas tan básicas como sumas con restas, no eran fruto del despiste o la dejadez.
Ese fue el día en el que me empecé a liberar de muchas de las etiquetas con las que me habían ido cargando a lo largo de los años
Si usted que lee este artículo tiene un hijo con discalculia, me gustaría decirle que a día de hoy tengo 41 años. Dirijo una empresa. Escribo en prensa. Sigo estudiando porque me gusta y la vida me va francamente bien.
Su hijo saldrá adelante, pero dele toda la ayuda profesional, el amor, la comprensión y la autoestima que pueda entregarle porque quizás su vástago no cuente con esa terquedad tan maravillosa con la que yo he sido dotada y además, sería estupendo si pudiese usted ahorrarle todo el sufrimiento innecesario por que el pasamos muchas personas de mi generación.
La discalculia es algo limitante. Pero ¿quién no está limitado en esta vida?
La medida de lo que somos no es aquello que nos limita, es la capacidad, el ingenio, la inteligencia o el arrojo que demostramos a la hora de convivir con ello.
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