La competencia allí es terrible. Nos tienen clasificados de tercera, segunda y primera categoría. Algunos de los más sobresalientes se autocalifican como “maestros del dominó”. Jamás se rebajan a jugar con ninguno que no sea de su “clase”.
Cada mes de julio, procedente de la cercana Sevilla, se incorpora a las partidas un hombre-nacido aquí- más que octogenario. El trabajo le envió a aquellos lares hace más de sesenta años. No tuvo la precaución, como recomendaba mi amigo Antonio Checa, de aprender a jugar al dominó en su día. Por lo tanto su jubilación cojea de esa pata.
Por consiguiente, es el peor jugador de dominó del mundo. Como allí se juega a compañeros, los de primera, los de segunda, incluso los de tercera huyen de él como de la peste. Se equivoca siempre y pierde hasta las pestañas. A la hora en que suele llegar, los presentes empiezan a mirar los periódicos, hacerse los locos o negarle directamente la posibilidad de jugar con ellos.
He observado que, por otra parte, hay dos o tres buenos samaritanos que aceptan su invitación o incluso se la ofrecen. Saben que van a ser perdedores en el juego, pero felices en la compañía de este hombre, viudo, al que se le murió su único hijo, con un solo nieto al que adora, mientras él vive aquí acogido por un familiar.
Hoy marcho dispuesto al sacrificio; al escarnio general por el palizón recibido. Que me quiten lo bailado. La sonrisilla picarona de este hombre, sordo como una tapia, que te cuenta la misma historia en distintas ocasiones y que, cuando se siente feliz, canturrea por lo bajini coplas de su tiempo.
Dicen que nadie es más feliz que cuando hace felices a los demás. Yo lo certifico. Aunque pase a la lista negra de los jugadores de dominó. ¡Qué me quiten lo disfrutado!
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