Lamentablemente, en el mejor de los casos, las naciones y/o las comunidades son manoseadas por Estados a su vez acaparados de manera interesada por partidos que, como su etimología indica, son partes del todo en cuyo interior residen subpartes en perpetua lid por el control de los aparatos (partitocrático y estatal).
Y dichos estados, sostenidos en el entramado antes aludido, al tiempo, hoy son manejados cual títeres con los hilos de las entidades supraestatales (como la UE en el caso de la Europa occidental y de parte de la oriental) de una manera fantasmagórica, pues a los ciudadanos se nos escapa lo más de lo urdido en tan indivisables instancias.
Así las cosas, cuando a los medios saltan escaramuzas como la perpetrada en el equipo que presentará esa opción más a la izquierda institucional a la alcaldía de Madrid, no podemos dejar de sentir cierta desazón. Que Carmena quiera blindar un equipo a su gusto, o que gentes que se auparon a la “nueva política” vindicando más democracia, primarias y demás fórmulas anti-casta, no quieran someterse al veredicto de una previa selección es sintomático de cierto prematuro pudrimiento (máxime cuando controlan el sistema de partisana preselección). O quizá sea que al acceder a un sistema ya muy podrido, todo aquel que incursiona no tarda en infectarse. Don Jacinto Benavente lo mostraba muy claramente en su obra “Los intereses creados” (comedia dotada con esa impronta guiñolesca tan asimilable a nuestros políticos). Los pícaros que la protagonizan llevan a cabo algunos parlamentos que bien pudieran salir de las bocas de muchos de los que residen en nuestros parlamentos, conversacionales y representativos (valga el polisémico estiramiento del significante). Leandro y Crispín llegan a la ciudad como el político se allega a su condición: con muchas expectativas, y comienzan a hacer ver a otros cosas que no son, mediante engañifas y promesas, obteniendo, así, de ellos favores a fondo perdido (cosa que solo saben, claro está, los engañadores, no los incautos), y en su avanzar van tejiendo una serie de redes e intereses que, finalmente, les estallan en la cara descubriéndose todo el pastel, porque los “pasteles” de esta índole (o al menos muchos de ellos) acaban quedando al descubierto, tarde o temprano. En la obra de nuestro Nobel, Crispín encarna al pícaro sin escrúpulos, siendo Leandro, al fin, un sentimental que no se siente capaz de llegar hasta el final de los planes que había trazado su socio: “Yo no puedo engañarme, Crispín. No soy de esos hombres que cuando venden su conciencia se creen en el caso de vender también su entendimiento”, le dice a Crispín, quien le responde: “Por eso dije que no servías para la política. Y bien dices. Que el entendimiento es la conciencia de la verdad, y el que llega a perderla entre las mentiras de su vida, es como si se perdiera a sí propio, porque ya nunca volverá a encontrarse ni a conocerse, y él mismo vendrá a ser otra mentira” (1). Con menudo pasaje de teoría política se desmarca en tan breves líneas Benavente. Y es que hay un síndrome que afecta a todo aquel que accede a la política, en poco tiempo muta en algo distinto de lo que era (y no algo mejorado).
A la postre, la política es una actividad perdida si la valoramos desde el punto de vista de la utilidad pública. En un panorama casi mundial señoreado por un capitalismo que reiteradamente se ha ido reinventando crisis tras crisis, no parece atisbarse una alternativa al monopolio impuesto por dicha vía de lo económico, por lo que las tentativas partitocrático-institucionales más a la izquierda de los sistemas políticos han acabado por ceñirse a eso que en otro tiempo, desde más puristas concepciones, se llamaba con denuesto “socialdemocracia”, por considerarla, dichos defensores de una más pura vía socialista, un masajeo del capitalismo.
La vía que ha adoptado Podemos (así como todas las corrientes brotadas bajo su égida) es precisamente la de la socialdemocracia, como en su momento hiciese el PSOE. Es más, al igual que el PSOE, en Podemos un grupo de vanguardia forjó-acaparó el aparato de un partido presto a abrogar cualesquiera otra tentativa en su flanco ideológico-institucional. La misma estrategia del PSOE de aprovechar el entramado constituido por el PCE ha llevado a cabo Podemos con el 15-M. Lo decía Carlos Taibo: “Empezamos a ver cómo de las asambleas del 15-M se iban a los círculos de Podemos para no regresar”. Además Podemos ha resuelto el problema de contar con una alternativa sólida en su orbe fagocitando a Izquierda Unida. Y, si bien dentro de un marco poliárquico de mercado, el sistema empleado por el PSOE entonces, como ahora por Podemos, es el de los bolcheviques de 1917. Me explico: PSOE y Podemos aprovecharon las aguas revueltas para incardinarse en el Sistema, cosa que hicieron los “revolucionarios” bolcheviques al instigar a las masas enfebrecidas contra el gobierno de Kerenski, y aupados en ese caldo de cultivo trazaron un plan, un golpe táctico diseñado por Trotsky. Así lo apuntaba Curzio Malaparte: “Si el estratega de la revolución bolchevique es Lenin, el táctico del golpe de Estado de octubre de 1917 es Trotsky” (2). Parece ser que tales pudieran ser, salvando las distancias, los roles de Felipe González y Alfonso Guerra respectivamente, y ¿los de Iglesias y Errejón? Asimismo, las tres experiencias nos presentan a un líder carismático entorno al que gira toda la acción. “Una pequeña tropa basta”, diría Trotsky, ya que posteriormente, el efecto masas sobrevendría (bien es cierto que en el caso de PSOE y Podemos los votos en los correspondientes comicios los auparon a las instituciones estatales, y sin estos de nada habrían servido las mencionadas maniobras).
Ergo, tres elementos comparten las tres experiencias expuestas: un panorama un tanto revuelto, una base popular sobre la que erigir el proyecto partitocrático de vanguardia y un buen diseño táctico sobre la base de la estrategia global.
Posteriormente sobrevendrían en los tres órganos de poder las controversias internas: trotskistas contra estalinistas, guerristas contra renovadores, pablistas contra errejonistas…
Y tal cosa no solo es privativa de partidos de izquierda, sino de todos en general; en definitiva, de todas las fórmulas de acaparación y control del poder político. Siempre que se dé una concepción vertical (o elitista) de dicho poder sucederá lo mismo.
El aludido sistema bolchevique de acaparación de una u otra parcela de poder o influencia política se sustentaría en la libre interpretación de los vacíos por colmar que dejase Carlos Marx en algunos aspectos de su teoría. Para empezar, Marx no veía con buenos ojos el Estado moderno: “El estado se presenta así a Marx como un espejo deformado de la realidad social y cotidiana, por lo que propone un cambio en la dirección del foco de estudio: que se estudie directamente la sociedad y lo que en ella ocurre (producción, lucha de clases, etc.) sin acudir a ese espejo deformador de la sociedad. Es desde la sociedad desde donde hay que entender al Estado y no al revés” (3). Alfonso S. Palomares lo expresaría de manera muy clara cuando observó (allá por 1979) ciertas nada desdeñables indefiniciones acerca del papel a jugar por el proletariado, llamado a ser (al modo de ver de Marx) la clase protagonista de la historia futura (la “clase general”), así como de “las relaciones entre el proletariado y la organización del poder político, dejando un vacío enorme a la hora de levantar la arquitectura del Estado, que por otra parte en Marx estaba condenado a desaparecer y Lenin aceptando esa condenación le dio más fuerza de la que tuvo en ninguna parte. […] Marx no alumbro el menor diseño de la forma política institucional de la dictadura del proletariado” (4).
Y, al fin, Lenin, urdiría unas fórmulas teórico-prácticas con base en ciertos postulados del marxismo a las que no han dejado de recurrir unas y otras fuerzas políticas de las más diversas sensibilidades ideológicas (si bien asumiendo el cambio de “proletariado” por “sociedad” en general, pues los tiempos han ido cambiando): “Estas ambigüedades, vacíos y silencios de Marx, los resolvió Lenin con una rigurosa y sólida coherencia. El proletariado se convierte en ‘clase general’ solo mediante la acción representativa de ‘los revolucionarios profesionales’ que se integran en el partido y deciden los caminos inequívocos que debe seguir el proletariado. Es una acción de sustitución perfecta. El protagonista de la historia ya no será el proletariado, sino ‘los revolucionarios profesionales’ instrumentando el partido. Lo más curioso, es que Lenin organizó el partido como si fuera el ‘staff’ dirigente de las empresas de finales del diecinueve y principios del veinte; los ‘staffs’ gozaban entonces de un poder omnímodo” (5).
Al fin, queda claro que allende los sistemas, en la medida en que las modalidades de “representación política” imperen sobre la directa participación ciudadana, como mucho y en el mejor de los casos podremos aludir a lo que el propio Alfonso S. Palomares definía como “democracia gobernada”, y que acostumbra a desplazar a lo que sería una “democracia gobernante”, que tendría la finalidad de “evitar que unos cuantos grupos poderosos controlen, manipulen y masturben el poder en beneficio propio” (6).
Queda, asimismo, por tanto, que el leninismo es una utilización un tanto torticera del marxismo que ha generado muchos malentendidos. Ya se lo diría en su momento Francisco Umbral a Carlos Dávila, en el programa de La 2 El Tercer Grado, parafraseando a Ortega y Gasset: “El socialismo de Marx no tiene nada que ver con el bolchevismo. El bolchevismo cayó y todos estamos felices. El socialismo de Marx era otra cosa que nunca se ha puesto en práctica”. Solo objetarle al maestro que si bien el bolchevismo canónico cayó, ha dejado ciertas improntas aún hoy muy vigentes y perceptibles en los partidos de todo signo instalados en nuestras democracias.
Notas (1) Benavente, J. (1981): “Los intereses creados”, Madrid, Cátedra, p. 103. (2) Malaparte, C. (2017): “Técnica del golpe de Estado”, Barcelona, Ariel, p. 119. (3) Abellán, J. (2014): “Estado y soberanía”, Madrid, Alianza, p. 209. (4) Palomares, A. S. (1979): “El socialismo y la polémica marxista”, Barcelona, Bruguera, p. 137. (5) Ibid. (6) Ibid., p. 33.
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