Ahora han sido las elecciones andaluzas, y luego serán otras, y más tarde otras… y… nada nuevo bajo el sol. No. Más de lo mismo y cada vez más deteriorado. El periodista conservador Alfonso Ussía expresaba muy claramente en lo que piensa que se han convertido los procesos electorales: “Las campañas electorales son insultantes. Los políticos creen que la gente es tonta. Puede ser que tengan razón, pero hacen mal en demostrarlo. Ignoro cómo se maneja el tinglado y quiénes diseñan y programan las visitas y desplazamientos de los políticos y asesoran a los partidos en estos períodos tan falsos y gamberros” (1). Ciertamente parece que en eso se ha convertido la política en nuestras democracias: en que unos audaces candidatos se zahieren entre sí y nos instan a acudir a depositar la papeleta de su partido en la urna. Y en estos tiempos tal dinámica viene sobredorada por los usos de unos tiempos de apoteosis de la superfluidad, en los que quien más y quien menos tiene su cuenta en Twitter o Instagram y un narcisismo, vacío de contenido, que proyectar al mundo.
Y entre patinetes y selfies nos la siguen colando.
La renovación política ha venido por ahí: las intenciones de los mandatarios no han cambiado un ápice en el fondo, ahora bien, en la superficie han adecuado la puesta en escena a este tiempo de consignas simples y manoseadas y de “gamificadora” lógica. Todo formaría parte de un juego macabro y trilero. El de siempre.
Es gracioso ver cómo se postulan unos y otros como los defensores de un pueblo que, en el fondo, solo les interesa como cámara de resonancia de sus respectivos egocentrismos, pues si de verdad creyesen en el pueblo, lucharían por devolverle la soberanía que las formulas constitucionales le atribuyen.
Emilio Gentile se refería a las muchas “insidias que tratan de privar al pueblo de su soberanía” (2), las cuales lo habrían acabado por desencantar, no en vano del estruendo de movimientos como el 15-M acostumbran a brotar en todos los flancos del espectro político institucional “mesías de todo a cien” que se acaban creyendo depositarios de la articulación de los intereses de un pueblo al que solo ellos están capacitados para iluminar con su presencia en los ámbitos de decisión. En ese sentido me pareció muy acertado el artículo de Félix Ovejero en el que separaba de una manera muy aclaradora la diferencia entre el activista que, desinteresadamente, se pone al servicio de una causa, de aquel otro que elige el activismo como una forma de vida (de obtener un pasar), llegándose muchas veces incluso a referir el que lo ejerce a sí mismo como “activista” (como quien alude a una profesión): “no era mi idea de activista, aunque había conocido a algunos que, hasta edades impropias y sin que se les conozcan otros oficios, han ejercido como ‘activistas’, incluso recibiendo subvenciones por ello” (3). Y añadía que no es lo mismo ser activista por creer realmente en una causa, con perjuicio para la propia economía incluido, que por entrever un medio de vida. Y, así las cosas, también le chirriaba el fariseísmo de quienes aupados por el activismo se ven incapaces “de mantenerse a la altura de exigencias imposibles” no pudiendo evitar que se vislumbre en sus formas de proceder cierta “duplicidad moral” (4).
Esta lógica de promoción política (así como otras nepóticas) no puede(n) augurar nada edificante, como venimos comprobando. De hecho, para referir la democracia actual si-guen sirviendo las palabras del politólogo inglés Colin Crouch parafraseadas por Gentile: “la democracia liberal que prevalecía en Occidente insistía sobre todo en la participación electoral ‘como actividad política predominante para la masa’, mientras dejaba un amplio espacio para la acción de los potentados económicos para influir decisivamente en la agenda política de los gobernantes: esto producía un cambio sustancial en la democracia como gobierno del pueblo soberano, que se realiza a través de la más amplia y consciente participación de los ciudadanos en la política, y no solo en el momento y en el ámbito de las elecciones” (5). Y continuaba apuntado el hecho de que los gabinetes de comunicación, con fines efectistas, seleccionan las cuestiones a tratar, en tanto que la ciudadanía desempeña un papel del todo pasivo.
Visto lo visto, como no nos convenzamos de que es necesario un cambio sustancial en nuestras democracias, que devuelva al pueblo su soberanía real, y no burdos resquicios de esta, ni otros meros remozamientos cosméticos, no atajaremos el paulatino e irremisible deterioro que las adorna.
Notas (1) Ussía. A. (24-11-2018): “Sonrisas de campaña”, “La Razón”, p. 64. (2) Gentile, E. (2018): “La mentira del pueblo soberano en la democracia”, Madrid, Alianza, p. 10. (3) Ovejero, F. (3-5-2017): “Defensa del activista”, “El País”, p. 13. (4) Ibid. (5) Gentile, E. (2018): “Op. cit.”, p. 68.
|