Hay afecciones del alma (individual y colectiva) que tienen difícil remedio y que, como mucho, podríamos aspirar a paliar, si bien no sin realizar algunos cambios “a priori” complejos si no media voluntad (que evidentemente no media). En constitucionales conmemoraciones, puestos a hacer balance, no parece muy negativo del todo este, pues con todas las lacras arrastradas, la convivencia se ha sacado adelante “grosso modo”. Ahora bien, ciertamente, el sistema tiene muchos escapes y la asunción de una dinámica concreta ha ritualizado la vida política, y mediante dicha ritualización el engranaje sigue funcionando para mover un modelo caduco que no cuenta con el beneplácito de gran parte de una hastiada población, por más que muchos cumplan y asuman los ritos asentados, como otros lo hacían en regímenes precedentes, lo cual no obsta para que nos planteemos si el actual sistema de partidos garantiza la más feliz articulación del interés general. Mi opinión es que no. Al final los partidos, en vez de sumar, restan y generan conflictos que de otra manera no tendrían lugar. En su ansia por acaparar las mayores porciones del pastel nacional se reivindican demonizando al adversario empleando la difamación, cuando no otros peores ardides. Tales prácticas soliviantan a una sociedad cuyos ciudadanos se decantan por una u otra opción e incluso entran en el vil juego pergeñado por las mentes pensantes de los aparatos partidistas. Un ejemplo. Pablo Iglesias llegó por sorpresa al ámbito del privilegio político-representativo tirando de una demagogia no muy distinta a la habitual usada por las organizaciones más antañonas: pontificando y descalificando, además de señalarse como la quintaesencia de aquellas virtudes de las que los otros carecían. Los de enfrente, obviamente, cuando tuvieron ocasión hicieron patentes las debilidades del líder podemita, pues las había. Corriendo el tiempo a la velocidad con que lo hace en estos tiempos volubles, la sorpresa la da Vox, ante la estupefacción de muchos, faltándole tiempo al mencionado Iglesias para apelar al pueblo contra el adviento del “fascismo”, como otros hicieran cuando él llegó a las instancias del político privilegio, aduciendo los peligros comunistas que traían consigo los nuevos y audaces tribunos de la plebe. Y al final nada cambia sustancialmente, aparte de surgir problemas inesperados (Cataluña, verbigracia), ante los que unos y otros no parecen mostrar demasiada capacidad cuando de afrontarlos de manera paccionada se trata, porque cada uno va a lo suyo; cada cual tiene “su” agenda, que no es la de la sociedad real (por más que “de boquilla” la aludan hasta el hartazgo). En el parlamento se debaten cosas ajenas al más candente interés ciudadano. Y para eso, al fin, sirven las adhesiones de los ciudadanos a unas u otras formaciones, para alimentar el ego de los “representantes públicos” que son aupados por los partitocráticos aparatos, esos que, una vez han hallado acomodo, se conforman con lanzar vacuas soflamas que les hagan parecer interesados en algo que no sea su propio bienestar.
Dicho lo anterior, ¿cómo se podrían aliviar las afecciones del alma humana que generan estos sistemas degenerados y amortizados? Pues, en vez de salir a la calle a escenificar cainitas pataletas tras conocer los resultados electorales de marras, habría que exigir de manera sobria y firme la modificación de determinadas dinámicas institucionales. Una cosa perentoria es la abrogación de los partidos, que lo único que hacen es suscitar conflictos que no existían y aupar a personajes a los que todos pagamos una vida de dispendio.
No se trataría de desmantelar nada, sino de dar cabida a toda la ciudadanía. Cualquier ciudano podría hacerse cargo por sorteo de los asuntos públicos con la conveniente fiscalización de todos y quedando sujeto a una posible revocación si marrara en lo que fuere. Así, todas esas sensibilidades, que suscitan para movilizarlas los distintos partidos, quedarían acrisoladas en una común, la cual sería puesta en marcha por todo el cuerpo político, que, mediante el juego democrático de las mayorías la dirigiría en una u otra dirección, no acentuándose esas inquinas entre unos y otros heredadas generacionalmente y que incuban esas afecciones del alma que envilecen la sana convivencia política.
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