En el teatro El Español, en la plaza de El Príncipe, en Madrid, nos dimos cita un grupo de espectadores para disfrutar de la obra de “El sueño de la vida”. Esta obra es la última que escribió el poeta granadino, inconclusa por su repentino asesinato a manos del bando franquista. Según he averiguado, los actos segundo y tercero han sido terminados por el también poeta Alberto Conejero, por encargo de la Comunidad de Madrid. Esta obra ha sido dirigida por Lluís Pasqual, y permite empatizar con aquellos tensos y ambiguos momentos de 1936. Permite devolvernos al poeta que nos arrancaron los enemigos de la cultura. Permite que firmemos un justo sepelio para el faro que alumbró a una de las generaciones de poetas más importante de nuestra literatura.
Esta semana, una senadora del PP se refería a las víctimas de la dictadura y del bando que la creó como “unos huesos”, y advertía que era excesivo la cifra de dinero que se destinaba a la partida de Memoria Histórica. Cuán hipocresía: dudo que tuviera agallas de hacer una aseveración semejante sobre las víctimas de la ETA, de los GRAPO, del FRAP, de Al Qaeda, de Daesh… Y, asimismo, hoy, domingo 10, la derecha —y los fascistas; y no hablo de VOX, sino de La Falange y de los nazis de Hogar Social— llama a tomar las calles para protestar contra el presidente Sánchez, acusándole alta traición.
Lorca, a través de esta obra, plasmó su obsesión por abrir los ojos al pueblo; por hacer que la cultura fuera un instrumento de empoderamiento popular, y no un hueco lujo para los epulones que mantenían con los ojos cerrados a la mayoría social. Hoy, en medio del blanqueamiento constante de sus asesinos, de la involución que pretende la derecha para nuestro país, del desmantelamiento de nuestros derechos, de los albores de una nueva crisis del capitalismo —según apuntan no pocos analistas—, Lorca está vivo. Y, esta vez, no le podrán matar. Esta vez, los únicos asesinos que puede tener Lorca somos nosotros, miembros del pueblo, si olvidamos su legado o continuamos con los párpados echados.
Embriaguémonos con su poesía y disfrutemos de su teatro: al fin y al cabo, eso es el arte; y la literatura es arte. La literatura tiene la finalidad de que nuestras entrañas puedan experimentar el placer estético y anímico; pero también tiene la función de conmover el corazón de sus lectores. Es cierto que el grupo La Barraca que forjó Lorca, en esta España del siglo XXI, de redes sociales, smartphones e inmediatez, ya no cobra mucho sentido. Pero vayamos a la raíz, y agudicemos el ingenio para, como Lorca, encontrar la forma a través de la cual el arte consiga transformar la sociedad, privándola de las ideas que le despojaron de la vida y que no se consternan ante la séptima obra de misericordia corporal que manda la Iglesia católica —la de enterrar a los difuntos—.
Con Lorca vivo en los teatros, en nuestras bibliotecas y en nuestros corazones, con la osadía manando cual fuente inagotable de nuestro interior y con el legado de nuestros padres y nuestros abuelos, los que sí nos dieron una lección al desafiar al fascismo que les encarcelaba con cuarenta años por militar en política, seremos capaces de teñir este panorama desolador que nos circunda, y podremos transformarlo en versos sueltos que revoloteen por la Historia. Como escribió nuestro poeta, el más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta.
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