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Octavio Paz, el morador de lo inusitado

Los ensayos del Nobel son “libros totales”
Diego Vadillo López
viernes, 15 de febrero de 2019, 17:37 h (CET)

Octavio Paz

Acudía en el autobús a mi trabajo entreteniendo el trayecto con un libro de Octavio Paz (“Vislumbres de la India”) al tiempo que acababa de amanecer. En un momento dado sentí una honda emoción producto de la lectura del pasaje que me ocupaba en ese preciso instante. Para asimilar aquel suave regato de fluyente poesía narrativamente administrada, inspirando miré por la ventana, quedando mi campo visual copado por un globo aerostá-tico que saludaba la mañana en lontananza. Acariciado por la suave calefacción del trans-porte colectivo pensé: “El día ya solo puede ser un paulatino descenso hacia la irremisible y cotidiana trivialidad”.

Si analizamos ciertos datos biográficos de entre los que han quedado historiados acerca de Octavio Paz, podemos atisbar que este, ya a muy temprana edad comenzó a contem-plar la vida de una manera panorámica. Pero no superficial, ya que aunque pueda parecer paradójico, cuando se embebía de algo, seguidamente, ese algo pasaba a formar parte del orbe general objeto del análisis de Paz. Todo, al cabo, son flancos de ese universo capta-do-reelaborado intelectual y artísticamente de manera coherente y unitaria, pues él tenía la virtud de plasmar lo intrincado con sencillez y, al tiempo, otorgarle un ostensible fuste estético.

Ese don para simultanear con el que integraba en sus obras los aspectos más diversos lo muestra ya cuando se refiere al presente como la suma de los tres tiempos cronológicos. Paz fue definido por el poeta Víctor Redondo como un “intelectual omnívoro” y, no en vano, abordó lo más diverso y “a priori” alejado entre sí sabiendo, a la vez, hallar siempre los puntos de conexión entre lo aparentemente irreconciliable.

Él abrazó mucho y muy diverso, pero no se dejó esclavizar por nada. Pronto, por ejemplo, se dio cuenta de que los siempre angostos movimientos o facciones políticos constriñen la mente y el alma.

Aunque es más célebre como poeta nuestro literato, donde su escritura brillaba con luz propia es en el ensayo, un género que él elevó a estadios de sublimidad inconmensurables, y en el que cabía de todo. Por las líneas de sus libros de ensayo fluye el más sesudo aca-demicismo junto con lo puramente narrativo, que nos es trasladado con una amena factu-ra novelística (aunque sea no ficción lo que refiere), y por entre los recovecos de una pro-sa ejecutada con gran limpidez y delicadeza, Paz entrevera pasajes de inapelable y audaz poesía. Cada libro de ensayo de Paz, tenido en cuenta lo antedicho, se puede calificar de “libro total”.

Paz es un entretejedor de sublimes abstracciones, para lo que se apoyaba, como apuntara el escritor Héctor Libertella, en la analogía. Por ejemplo, en “El arco y la lira” aclaraba el adviento de la revelación poética apoyándose en la religiosa: “Encubierta por la vida pro-fana o prosaica, nuestro ser de pronto recuerda su pérdida de identidad; y entonces apare-ce, emerge, ese ‘otro’ que somos. Poesía y religión son revelaciones. Pero la palabra poé-tica se pasa de la autoridad divina. La imagen se sustenta en sí misma, sin que le sea ne-cesario recurrir ni a la demostración racional ni a la instancia de un poder sobrenatural: es la revelación de sí mismo que el hombre se hace a sí mismo. La palabra religiosa, por el contrario, pretende revelarnos un misterio que es, por definición, ajeno a nosotros”.

En este otro párrafo de gran belleza sigue abundando en el asunto, esta vez en la recep-ción del poema: “Después de la creación, el poeta se queda solo; son otros, los lectores quienes ahora van a crearse a sí mimos al recrear el poema. La experiencia se repite, sólo que a la inversa: la imagen se abre ante el lector y le muestra su abismo traslúcido. El lector se inclina y se despeña. Y al caer —o al ascender; al penetrar por las salas de la imagen y abandonarse al fluir del poema— se desprende de sí mismo para internarse en otro ‘sí mismo’ hasta entonces desconocido o ignorado”. Y como culmen esta otra analo-gía no menos audaz y de gran porte estilístico: “La misión del poeta consiste en atraer esa fuerza poética y convertirse en un cable de alta tensión que permita la descarga de imáge-nes. Sujeto y objeto se disuelven en beneficio de la inspiración”.

Volviendo al libro que refería al principio de este escrito, “Vislumbres de la India”, no cabe la menor duda de que se trata de una muestra más de su fascinante capacidad de fascinación en la que el diplomático que fue teoriza lúcidamente sobre los aspectos geo-políticos y estatales de la India, afinando en la muestra de sus elementos idiosincrásicos: “una nación es ante todo una tierra y una sociedad unida por una herencia —lengua, cul-tura, religión— pero asimismo por un proyecto nacional. Ya dije que la India, en primer término, es una civilización, o más bien dos: la hindú y la islámica. Ambas son un conjun-to de sociedades tradicionales, en las que la religión es el centro de la vida común”. Y de ahí puede pasar a tratar sobre el común y recurrente uso del chile por los mexicanos y los hindúes, dejando unos deliciosos (nunca mejor dicho) apuntes: “En la geografía gastro-nómica universal las dos cocinas tienen un lugar único y que no es exagerado llamar ex-céntrico: son infracciones imaginativas y pasionales de los dos grandes cánones del gusto, la cocina china y la francesa”. Y seguía más adelante: “La comida, más que las especula-ciones místicas, es una manera segura de acercarse a un pueblo y a su cultura […] hay una diferencia esencial, no en los sabores sino en la presentación: la cocina mexicana consiste en una sucesión de platillos […]. Es una cocina diacrónica, como ha dicho Lévi-Strauss, en la que los guisos van uno tras otro, en una suerte de marcha ininterrumpida por breves pausas. Es una sucesión que evoca tanto al desfile militar como a la procesión religiosa —ahí tenemos de nuevo las aludidas analogías— […]. La cocina europea es una ‘demos-tración’. La cocina mexicana obedece a la misma lógica, aunque no con el mismo rigor: es una cocina mestiza. En ella interviene otra estética: el contraste, por ejemplo entre lo picante y lo dulce. Es un orden violado o puntuado por cierto exotismo. Diferencia radi-cal: en la India los distintos guisos se juntan en un solo y gran plato. No sucesión ni desfi-le sino aglutinación y superposición de substancias y de sabores: comida sincrónica. Fu-sión de sabores, fusión de los tiempos”. Merecía la pena incluir tan extenso pasaje, el cual le sirve como anclaje para tratar sobre la música, en cuyo glosado recurre nuevamente a lo analógico, comparando las Ragas (soliloquios y meditaciones) con ciertas geometrías, en sinestésica apreciación, pues considera que tales sonidos “trazan círculos y triángulos en un espacio mental”, y sigue: “geometría de sonidos que transforman una habitación en una fuente, en un surtidor o remanso”.

Volviendo atrás, a las primeras páginas, encontramos pasajes que, pese a constituir re-membranzas de realidad, poseen un formato lindante con lo novelístico, con lírico adere-zo aparejado, eso sí: “Tomé un taxi y recorrí distritos desiertos y barrios populosos, calles animadas por la doble fiebre del vicio y del dinero. Vi monstruos y me cegaron relámpa-gos de belleza”, y más adelante: “sí, el exceso de realidad se vuelve irrealidad pero esa irrealidad se había convertido para mí en un súbito balcón desde el que me asomaba ¿ha-cia qué? Hacia lo que está más allá y que todavía no tiene nombre…”.

Es el mostrado por Octavio Paz en sus ensayos un saber enciclopédico pero como vesti-do para ir a la Feria de Sevilla, ya que le brotan sin cejar faralaes de encandiladora intre-pidez estética a cada instante. Recuerdo, durante la lectura de este libro, que una mañana, compartiendo café y conversación con la profesora de Música y cantante Sara B Viñas, tuve a bien asimismo compartirle un pasaje de sinestésica hermosura, el cual la docente tuvo a bien anotar en su agenda por el certero hallazgo que, a su parecer, el pasaje supo-nía: “Se ha dicho que la arquitectura gótica es música petrificada; puede decirse que la arquitectura hindú es danza esculpida”.

También trata Paz de las castas, esas fraternidades de apoyo mutuo que en un Occidente basado en el individuo no acabamos de entender en su esencia.

Hacia el final, analogía mediante otra vez, trata Paz de la poesía equiparando poemas clásicos hindús (“kavya”) con poetas renacentistas como Tasso. Qué mejor manera de terminar este artículo que con semejante colofón: “Triunfo del verso de perfecta factura hecho de una línea melodiosa, resuelta en escultura y movimiento. Pero en los poemas sánscritos no aparece un sentimiento frecuente en la poesía de Tasso y otros poetas de esa época: la melancolía. En los poemas indios, en cambio, figura una nota rara en los nuestros: la molicie, ese momento en que la forma, sin perder su elegancia, parece vacilar, presa de un placer extremo, hasta que desfallece en una deliciosa caída. El poema se vuelve un cuerpo desnudo, recamado de joyas y que yace vencido. La molicie es un eflu-vio que resplandece y desintegra”.

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