El cielo de Londres nos recibe entre gris y pardo, lógico en tierras de dudas de futuro, el horizonte se pinta gris entre los aviones del aeropuerto, unas gotas minúsculas nos caen en la espalda, pero enseguida los techos acogedores nos protegen, al tiempo que las prisas se meten en nuestra piel, ahora con maletas, y después con trenes, tranvías, metros, taxis...
Alguien nos espera en una estación de arterias donde las mil y una vías nos confunden caminos, por fin delegamos del estresante mirar de datos y detalles. La lluvia arrecia, el viento se hace frío a cada paso, las maletas henchidas de ilusión revientan de alegrías y nuevas. Los horarios en Londres son firmes, no permiten parar en esquinas a divisar sus cielos, has de cambiar la hora del reloj urgentemente, y otras dos horas adicionales de cultura. Da igual que lo hayas hecho seis veces en los últimos años, no te acostumbrarás a los cambios del cielo, o de la hora, o del sentido del viento, o del giro del London Eye. Ignoro si hay alguien hoy en esas minúsculas cabinas, sabemos que no lo son, al acercarnos vemos que sí, y la gran ciudad a orillas del gran río sigue su ritmo, se ven las cabecitas y el tenue movimiento del giro, ahí te acercas más al cielo; sin embargo, creo que no subiré jamás a ese artilugio de buscar cielos ilusos, vertiginosos, temerosos de ferias ilusas y vertiginosas.
Los puestos de comida rápida solucionan los exigentes cielos del estómago con sus escasas soups y sándwiches veganos. El jamón serrano se pelea con su homólogo italiano y se sube al cielo para evaporarse en altos precios, en números elevados de cifras y libras.
El cielo es más acogedor que la comida, un cocido de cualquier autonomía española yo les daba, miles de ellos en verano sólo saben comer paella de noche, ¡ambrosía!, pero cuando los cielos están oscuros en España, las paellas llenas de colorido les hacen ver colores en los cielos de Europa o de un Brexit tal vez gris, color de cielo que no sabe abrirse hacia sí mismo o hacia la vieja Europa con tormentas, claros y truenos en las direcciones del firmamento, casi tantas tormentas atmosféricas como países hay en su mapa de estrellas.
Pero alguna vez los londinenses aprenderán a hacer un buen cocido de garbanzos, a ofrecer al cielo de la boca un menú de dos platos con postre y café. A fotografiar el cielo de Levante con sus playas los enviaba yo, o al cielo maravilloso de La Mancha los dirigía ipso facto para que otros cielos les hagan compañía, menos nublados, menos húmedos y primaverales, más del calor de mayo; sin embargo, he de reconocer que lo verde y las flores se suceden en sus parques, aunque el tema del cielo de Londres no lo hayan perfeccionado todavía.
Menos mal que encontré un cielecillo azul que quita todos los temores y horizontes de posibles nubes, el mejor cielo sin duda, con iris de un azul brillante.
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