Ayer la noticia era que Whatsapp ha dejado de ser seguro, como si alguna vez lo hubiera sido. Desde que se ha conocido que somos vulnerables muchas personas han descargado la actualización para estar a salvo, en lugar de desinstalar la aplicación. Otras personas, las más solitarias, han aprovechado la oportunidad para mantener su versión vulnerable con la esperanza de que alguien le llame para instalar el spyware y tener un poco de compañía.
Hay manías antiguas que se heredarán de generación en generación, mientras nos van implantando otras nuevas casi sin darnos cuenta. Para los que vivimos en ciudades como Barcelona o Madrid, el metro es el mejor ejemplo. Es habitual ver a personas que no ceden los asientos reservados mientras sonríen cabizbajas a una pantalla, que a menudo emite además música a todo volumen, tosen sin taparse la boca frente a tu cara, empujan sin disculparse o consideran imprescindible compartir sus conversaciones telefónicas a viva voz, entre otras manías que por lo visto he adoptado.
Y mientras tanto te encuentro en este vagón al menos dos o tres veces por semana; nunca eres la misma persona pero siempre conservas la mirada cómplice. Ésa que, a través del reflejo del cristal que tenemos delante, hace que nos comprendamos con una media sonrisa y sin mediar palabra, nos preguntamos: ¿En qué momento el incivismo de los demás pasó a convertirse en nuestras manías?
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