La Unión Europea (UE) pierde por momentos el atractivo entre los ciudadanos de sus países miembros. Una desafección, Reino Unido aparte, que cobra números alarmantes en sus socios merdionales. En otras entregas analizaremos las diferentes causas de tan creciente recelo para con Bruselas. En esta primera, nos retrotraemos un trimestre, con la controvertida concesión del Nobel de la Paz a la Unión Europea.
Como abanderado de una Europa de los ciudadanos, la Unión como como agente de paz y libertad, pasa por abundar en la solidez de una fiscalidad única, una federación real y solidaria. Federación cuyo eje sea su ciudadanía, traducido en la cesión paulatina e irreversible de soberanía política y social por parte de sus miembros. Una unidad vigorosa, que atempere la realpolitik con la socialpolítik, buque insignia de lo que debemos entender como europeidad, ahora seriamente amenazada.
Si el Nobel fue entendido como un distintivo honorífico por no masacrarse entre sí, un reconocimiento a la construcción de una arquitectura supranacional superadora de divisiones y enfrentamientos seculares, merecido lo tiene. Pero paz no es un término que aluda exclusivamente al no belicismo: debe llevar implícita una armonía social: lo que comúnmente conocemos como Estado del Bienestar, hoy sacudido, puesto en cuestión. Un bienestar que hunde sus raíces en el sacrificio, involuntario, de millones de europeos, particularmente en el Este. Ignoraron que veinte años después de la caída del Muro, tanto sufrimiento, de no remediarlo, pudo ser baldío.
En aquél continente sumido en la ruina física y ética que alumbrara el Movimiento Europeo y se gestara el embrión de la actual UE, fracasaron los primeros esbozos de unidad política, fruto del contexto histórico de finales de los años 40 de la pasada centuria. Se avanzó en una unidad comercial, financiera y monetaria interna asimétrica, con pilares rubricados siempre al albur de coyunturas cortoplacistas . Y en pleno siglo XXI, seguimos sin regular la presencia de los mercaderes en el templo de la democracia, con el concurso necesario de cierta clase política. Una clase en algunos países devenida en casta mediocre sin capacidad de reacción. Con semejantes mimbres, no es de extrañar la irrelevancia de esta Unión como garante y exportadora de los valores que dice amparar, y por el que se le acaba de reconocer -paradójicamente en un país que declina ser parte de la UE-.
Sin una voz única creíble en materia de política exterior e interior, con algunos miembros jugando -de nuevo bajo distinta faz- al rol hegemónico, partida estéril en un orbe multipolar; que pone de manifiesto la impotencia de la estructura actual de la UE como agente de paz, de justicia y defensora de los Derechos Humanos. Relegada al papel de actor de reparto, esta UE no precisa retoques, requiere una intervención quirúrgica radical, siquiera por supervivencia. No es de extrañar por tanto, la presencia de regímenes abyectos dentro de la propia Europa (imposible obviar que nuestro apéndice geográfico se extiende de Lisboa hasta Moscú). Ni produce ya incredulidad que incluso en la mismísima UE -resultante de una expansión precipitada y preñada de desajustes- se atajen tarde y mal, tics políticos que hace apenas unos años no hubiésemos dudado en calificar de autoritarios, cuando no de fascistoides.
Que expresiones como "más Europa" dejen de ser escuchadas, como mínimo, con escepticismo por buena parte de los europeos. Que sea sinónimo de progreso, de justicia social, de valores democráticos. Menos palabrería hueca y metafísica. Acometamos de una vez por todas la constitución de instituciones comunes dotadas de poderes legislativos y ejecutivos que trasciendan de egoísmos particulares.
La empresa que soñaron nuestros antepasados, que tomó cuerpo en las Luces con el más vigente que nunca lema revolucionario de las postrimerías del XVIII. Depositaria de lo mejor de la Antigüedad grecorromana. Que tomó plena conciencia como comunidad cultural más allá -sin renegar de ella- de la Cristiandad, con nuestros ilustres decimonónicos a la cabeza. Continuada, en condiciones tan adversas como las padecidas en nuestra Historia reciente. Esta empresa, pese al reto difícil que supone, ciudadanas y ciudadanos europeos, es no ya la deseable, que obviamente también, es la única posible.
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