La realidad, es insoportable. El nacimiento de la novela en el Quattrocento —novella, se la llamaba entonces, y significaba “novedad”—, tenía como objeto la expansión a la masa social de la discusión filosófica, vulgarizada a través de una parábola. Sin embargo, la novela ha derivado a esta cosa de contar historietas fantasiosas o ficticias con poco o ningún contenido trascendente, sencillamente porque, como decía, la realidad es un lugar inhabitable, y se prefiere, o se requiere, cierta dosis de fantasía o de irrealidad para soportarla. Ya no basta con lo mucho que nos engañan nuestros propios sentidos, ni aun con la deformación interesada de la realidad por nuestra inteligencia; necesitamos la ficción, imaginar, creer en algo irreal, inexistente, improbable y hasta imposible para soportarnos. Soñar, le dicen algunos, y otros, nada más que vivir.
La realidad y las creencias suelen estar divorciadas. Incluso lo que nos presenta la realidad como realidad, no suele tener nada que ver con la realidad. Nos conmovemos con las tres víctimas de Boston porque nos persigue la prensa hasta la saciedad, inoculando en la población la falsa idea de que es una tragedia, que lo es, aunque no excepcional. Si los medios comprados por los dineros del poder no estuvieran al servicio de esa ficción, no pasaría de ser el suceso de Boston una tragedia cotidiana, lamentable, pero dramáticamente cotidiana. Todos los días mueren en condiciones injustas y hasta criminales, miles, decenas de miles de personas en todo el mundo, y, si a ello le añadimos las que mueren por hambre o males remediables, sería insoportable considerarlo, de modo que la población prefiere ponerle nombre y apellidos a unas pocas víctimas, y consolarse con que con el sacrificio de su libertad para evitar casos parecidos, la ha proporcionado una colaboración emocional suficiente. De las víctimas de Iraq, Afganistán, Dafur, India y cualquier otro rincón del mundo, nadie dice nada porque no existen, puesto que no hablan de ellos cada dos minutos en la televisión, retransmitiendo casi en directo sus dramas.
La realidad dice que estamos gobernados por mentirosos corruptos, caciques, tramposos y delincuentes de cuello blanco que hacen negocios con los dineros e impuestos de los ciudadanos en su beneficio o para beneficiar a tiburones poderosos. Es una evidencia tal la corrupción y latrocinio generalizado, que allá donde se pinche, no importa en qué partido o en qué margen de la realidad, la pus salta a chorros. No obstante, como tenemos que vivir cada día y tenemos que soportar la insoportable realidad, nos acogemos a una fe tan absurda como mentirosa, y, por odio a estos que han sido pillados con las manos en la masa, nos echamos en los brazos de los otros que tienen las manos pringadas de la misma masa. Se le recrimina al PP su corrupción, pero se olvida la del PSOE, y viceversa, y hasta no se les abofetea cuando tienen la desfachatez de echarse en cara corruptelas o de proclamar, como ha hecho Rubalcaba ayer, al decir que los del PP no saben lo que es trabajar cuando jamás él lo ha hecho en su vida, o cuando los sindicatos dicen que defienden los intereses de los trabajadores, ignorando a propia intención que ellos los vendieron por dineros, que ellos, junto con PP y PSOE, quebraron los bancos mientras personalmente se enriquecían, y que ellos, junto con PP y PSOE, están en el epicentro de casi todos los grandes escándalos y latrocinios.
La realidad presenta los sucesos tal cual son, sin conmoverse. Pasa lo que pasa. Lo mismo le da que se viva o se muera, que haga frío o calor, que se tenga hambre o se esté saciado o que se goce o se sufra. Igual amanece, igual el mundo gira, e igual la Tierra va describiendo su hélice cilíndrica a lo largo de eones por el universo. No se trastorna, no tirita, no se estremece. Le es indiferente que se extermine un pueblo o que los hombres se mientan como bellacos; la realidad es la realidad, aunque los mismos hombres que la habitan, usando su inteligencia, se evadan de ella y se droguen con televisiones, postulados políticos, fes de chicha y nabo o tomen psicotrópicos de ficción hasta el extremo de no saber dónde comienza la realidad y dónde la ficción.
Cuesta admitir que el mismo bellaco que llevaba ramos de flores y componía poemas con los ojos traspuestos a la prenda de su corazón, sea capaz de asestarla cincuenta y cuatro puñaladas que, según los jueces, no suponen ensañamiento, trocearla en pedazos y arrojar sus restos metidos en una maleta a cualquier descampado, y eso si no se lleva por delante también a sus niños. Cuesta admitir que quien va por el mundo invadiendo países y matando a destajo, se rasgue las vestiduras como víctima porque han muerto unos pocos de sus inocentes, justificando con ello sus barbaries. Cuesta aceptar que los patrióticos dirigentes de un país —y su oposición—, malvendan el país como colonia sumisa permitiendo que sus amos usen su territorio para provocar guerras en otros países, y luego que deformen la realidad en sus medios llamando criminales a los agredidos y defensores de la paz a los agresores. Cuesta, cuesta mucho saber que se pagan impuestos para que los roben unos pocos, y cuesta todavía más saber que no hay soluciones fáciles para tantos atropellos.
La realidad nos confunde como ratones un laberinto, cuando la realidad es que tenemos delante de nosotros mismos la salida de ese laberinto, porque la somos nosotros mismos. Nadie puede hacer que amanezca un segundo antes o retrasar la hora final a un segundo después; pero de la misma forma que eso no nos perturba porque comprendemos que es así y que no se puede cambiar, podemos hacer lo mismo con todo lo demás, y pasar de ello, y unirnos a los nuestros, y, de espaldas a esa realidad que nos incomoda pero contra la que no podemos hacer nada sino aceptarla, armarnos nuestra propia realidad exenta de fantasías y ficciones. “Dejad que los muertos entierren a sus muertos”, dijo Jesús, y dijo muy divinamente. No hay que hacer grandes cosas para lograr escapar del laberinto, sino que a veces basta con el movimiento consciente de un dedo: apagar el televisor. Una vez que sofoquemos en centro neurálgico desde el que perturban nuestras meninges con sus mentiras y adoctrinamientos, el mundo se hará amplio en el instante, se descubrirán nuevas salas que explorar y nuestros sentidos comenzarán inopinadamente a percibir la realidad que nos ha correspondido vivir en este juego de la existencia. Se apagarán las luces televisivas, radiofónicas y de los medios, y se encenderán los demás nosotros, sus palabras, sus emociones y sentimientos reales, sus afectos y desafectos.
Naturalmente, hace falta mucha valentía para mover ese dedo, y todavía mucha más para buscar y encontrar a todos esos nosotros que también nos buscan, reunirnos y comenzar a caminar juntos. Tal vez, a partir del momento en que movamos ese dedo no nos enteremos que nos roban, que nos engañan, que nos matan o que nos alcanzará en breve el Apocalipsis, pero, como dice aquel libro sagrado, “aunque sea el día del fin del mundo, planta un árbol.” Poco importa que no estemos informados, porque en realidad viviremos lo que vivamos. La fantasía, la ficción, no es más que estar muerto o que tirar las perlas de nuestra existencia a los cerdos. Vivir, requiere la osadía no solamente de hacerlo, sino también la de ser conscientes de que se vive. Nos lo pueden robar todo, lo pueden corromper todo, nos pueden exterminar, pero no deberían poder conseguir que seamos cadáveres mientras estemos vivos. Y todo, moviendo un dedo.
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