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Pan y máquinas

Los recortes de plantilla fracasan casi siempre
Felipe Muñoz
martes, 23 de abril de 2013, 10:15 h (CET)
Los recortes de plantilla fracasan casi siempre. En su objetivo de hacer que una organización sea más productiva, o que una empresa obtenga más beneficios, los despidos masivos (y / o selectivos) y la “reingeniería de procesos” casi nunca funcionan.

Los recortes de plantilla
Esto es, a día de hoy, un hecho documentado (documentado, por ejemplo, por la AMA, American Management Asociation). Se trata de algo que “sabe todo el mundo”, desde el directivo que promueve el recorte (perdón, la “optimización de procesos”), con vistas a mantener la “viabilidad” de la empresa, pasando por la empresa consultora que diseña la estrategia, apoyándose en sesudos estudios y finalizando, por supuesto, por los trabajadores afectados y por los no afectados.

Según nos informa R. Sennett, en su libro La corrosión del carácter, la AMA comprobó que los recortes de plantilla producen, a medio plazo, “menores beneficios y una productividad descendente”. Por otra parte, en un estudio paralelo de las empresas Wyatt, se llegó a la conclusión de que “menos de la mitad de las empresas han logrado sus objetivos de reducción de gastos, menos de un tercio ha aumentado su rentabilidad y menos de una cuarta parte ha aumentado su productividad”.

En realidad, si uno lo piensa bien, esto tiene todo el sentido. Al margen de las empresas que explotan productos o servicios estacionales, o de las que dependen de modo directo de la variación del consumo (como, por ejemplo, las fábricas de automóviles, pero también los grandes almacenes), si una empresa entra en pérdidas por “exceso” de plantilla y, por tanto, necesita recortarla para proteger su “viabilidad”, resulta altamente probable que se trate de un negocio desenfocado, que ya no tiene cabida en el contexto económico y que, quizá, habría que plantearse cerrar.

Cuando la productividad depende de la mano de obra
Ciertamente, en los tiempos y en los entornos en los que los negocios se estructuraban sobre la base de un uso masivo de la mano de obra, los recortes de plantilla podían estar justificados, o tener un sentido real. Y, verdaderamente, puedieron contribuir a salvar empresas que, o se robotizaban (o informatizaban) o perecían sacrificadas por la competencia en el altar de la productividad. Sin embargo, en los países desarrollados, muchos signos indican que ya hemos alcanzado el límite en el que el aumento de la productividad producido por la aplicación masiva de la tecnología, se ve de sobra compensado por la disminución de la calidad de los productos y servicios, y por el desplazamiento progresivo de la mano de obra hacia el sector servicios, cuya productividad es necesariamente menor.

Sea como fuere, y aunque el beneficio sea efímero (debido a que depende de la disminución inmediata del gasto), los recortes de plantilla (perdón, la “optimización” de la eficiencia de los procesos) son prácticas habituales en una economía de mercado y, mucho más, en tiempo de crisis. No, de forma mayoritaria, en empresas que han entrado en pérdidas, sino, casi siempre, en negocios en los que han disminuido los beneficios.

Cualquier empresa que se precie y que cotice en bolsa o, simplemente, necesite de financiación externa o, incluso, que esté en venta, utiliza y publicita un fuerte recorte del gasto de personal y una severa reingeniería de sus procesos, lo cual puede significar, en el límite, un cambio en la naturaleza del propio negocio (pasando, por ejemplo, de ofrecer servicios a vender embutido…) Todo ello, con el fin de atraer o retener a los inversores o, quizá, para convencer a los compradores, cuando la empresa está a la venta.

Los recortes de plantilla en su función publicitaria
Sennett viene a indicarlo de otra forma: “Estas reorganizaciones institucionales indican que el cambio es real, y, como sabemos demasiado bien, el valor en bolsa de las instituciones en curso de reorganización [salvo bancos nacionalizados, claro] suele subir, como si cualquier cambio fuera mejor que seguir igual que antes. En la operación de los mercados modernos, el trastorno de las organizaciones se ha vuelto rentable. Mientras que el cambio brusco puede no justificarse en términos de productividad, los beneficios a corto plazo para los accionistas proporcionan un fuerte incentivo a los poderes del caos disfrazados de reengineering, de apariencia tranquilizadora. Algunas empresas perfectamente viables son destruidas o abandonadas, y muchos empleados capaces quedan a la deriva y no se ven recompensados, simplemente porque la organización debe demostrarle al mercado que es capaz de cambiar” .

Esto ocurre cada vez con mayor frecuencia en el mundo desarrollado. Las empresas aparecen, se transforman hasta resultar irreconocibles y desaparecen; todo ello, en un intervalo de tiempo inferior al de la vida laboral del trabajador. De ahí que la idea de “flexibilidad” se haya convertido en el concepto clave de la gestión empresarial e, incluso, de la conducta laboral a lo largo de la vida del trabajador.

El ideal de la flexibilidad, laboral y organizativa
La idea de “flexibilidad”, continuamos con Sennett, “designa la incapacidad del árbol para ceder y recuperarse”, la capacidad, en general, de cualquier ser para doblegarse a las circunstancias externos, pero, sin embargo, no llegar a romperse. En fin, en el caso de las personas, la flexibilidad consistiría en adaptarse a los cambios, conservando, no obstante, la sensación de continuar siendo el mismo.

En su vertiente económica empresarial, la flexibilidad se aplica a dos caras, que en realidad lo son de la misma moneda: la flexibilidad de la organización y, por otro lado, la flexibilidad del trabajador, en el contexto de una economía cuyas rápidas variaciones del consumo exige rápidos ajuste de la mano de obra.

La flexibilidad en la organización
En cuanto a la flexibilidad de la organización, se expresa, ante todo, en la huida de las empresas con respecto a las jerarquías rígidas en la organización. Hoy, en las empresas más avanzadas y, sobre todo, en las que están sujetas a una mayor volatilidad en la demanda de sus productos o servicios, presumen de una organización más “horizontal” (a través de un proceso de “eliminación de capas”), alegando, para ello, la necesidad de flexibilidad y, por tanto, la necesidad de conceder mayor autonomía al trabajador, “liberándolo” de una estructura rígida que solo entorpece su trabajo. Por ello, en las consultoras informáticas, por ejemplo, se demanda que el técnico haga las labores del analista y, por esto mismo, se considera un “defecto” laboral, en ciertos entornos y tecnologías, que un programador sea “solo un programador”.

Sin embargo, si bien se mira, la flexibilidad en la organización consistirá siempre, en el fondo, en conseguir que cada trabajador individual resulte sustituible con el menor impacto posible. Cuando falla un elemento en una jerarquía, corremos el peligro de que esta se nos derrumbe por completo, como si de un castillo de naipes se tratara. En cambio, en una red flexible (distribuida en “islas especializadas”, como, por ejemplo, algunas plantas de producción de automóviles de alta gama), es posible separar una parte sin afectar al conjunto. Incluso, a veces, es posible deshacerse de esa parte sin impactar, apenas, en las demás.

En cualquiera de los casos, una estructura no jerárquica resulta mucho más confusa que una jerarquizada y este camino a la “desestructuración” es una de las causas de la cada vez mayor demanda de, no reingeniería, sino de ingeniería de unos procesos que antes venían marcados, en buena medida, por la estructura jerárquica. Ahora, un trabajador puede tener varios jefes (en “igualdad jerárquica”) y recibir órdenes de todos ellos.

En esta situación, corresponderá al trabajador, entonces, establecer las prioridades entre las tareas que se le han encargado e, incluso, manejar su resolución cuando ha recibido órdenes conflictivas entre sí. De ahí que no tarde en hacerse urgente la definición de un procedimiento de decisión y de asignación de tareas, donde antes había, simplemente, una estructura jerárquica. Resulta dudoso, cuanto menos, en muchos casos, que esto redunde en una mayor productividad general de la compañía. No resulta dudoso, sin embargo, que esta organización redunda en una mayor autonomía para el trabajador y, por tanto, en una mayor facilidad para sus sustitución, en caso necesario.

La flexibilidad en la producción
En segundo lugar, la idea de flexibilidad en la organización se refiere a la posibilidad, define Sennett, “de conseguir productos más variados cada vez más rápido”. Se trata, pues, de la capacidad de ofrecer nuevos productos o servicios, respondiendo con celeridad a la demanda del mercado.

Esta es la razón de más peso, en la actualidad, para la fuerte demanda de tecnología, aun en tiempos de grave crisis, por parte de las empresas. La flexibilidad en la oferta de productos y servicios requiere de la posibilidad de una rápida reprogramación de los procesos (incluso, si es necesario, de las máquinas de una cadena de montaje).

Es decir, se necesita de la mayor rapidez posible en la ejecución de las decisiones de adaptación al mercado. Aunque, por supuesto, tan importante, o más, resulta la rapidez en la toma de estas decisiones, para lo cual se demanda tecnología que permita el acceso instantáneo a la mayor cantidad posible de información del mercado, o que permite el manejo y la estructuración de grandes volúmenes de datos.

Desde luego, esta característica de la flexibilidad se encuentra incluida en al primera, aquella de la flexibilidad en la estructura organizativa. La especialización rápida tiene su expresión principal en la configuración y adaptación rápida de la estructura de personal de la empresa, en función de las variaciones temporales de la demanda externa, lo cual exige, obviamente, que esta estructura de personal se lo más flexible y lo más moldeable que se pueda.

La flexibilidad en el trabajador
En cuanto a la flexibilidad del trabajador, sería muy digno de estudio el proceso histórico o económico, o de la naturaleza que sea, que, partiendo de la necesidad de adaptación rápida de las empresas, culminó en la definición de la flexibilidad, de la aceptación de los cambios y de la facilidad de adaptación como ideales de la conducta individual del trabajador. Lo cierto es que sería interesante conocer cómo hemos pasado de las Teorías sobre el “Capital Humano” a mitos como el de “¿Quién se ha llevado mi queso?”.

Se espera, hoy, del trabajador, que sea más flexible dentro de la empresa. Se le concede, en principio, más libertad e, incluso, se valora la iniciativa por encima de todo. Como ya hemos visto, esto implica mayor responsabilidad y, por tanto, mayor facilidad para la sustitución. Por lo demás, la pretendida autonomía del trabajador va acompañada del espectacular desarrollo de los sistemas de información y de los cuadros de mando que, en palabras de Sennett, “proporcionan a los directivos un amplio cuadro de la organización y dejan a los individuos, al margen de cual sea su lugar en la red, poco espacio para esconderse”.

Por otro lado, la eliminación de capas intermedias en la jerarquía organizativa, además de conceder al trabajador una responsabilidad, en ocasiones, por encima de su capacidad, y casi siempre por encima de su sueldo, elimina también, sobre todo, su poder de negociación. Nada puede negociar con la empresa un trabajador que, en su trabajo diario, reporta directamente al Consejo de Administración. Y ello ha concluido en que, en la actualidad, exista una mayor cantidad de altos directivos por empleado, que cuando comenzó este proceso.

Nuevos sistemas de vigilancia
Los experimentos de reingeniería con miles de empleados requieren inmensos “puestos de mando”. Aunque gran parte del trabajo de los mandos intermedios ha sido asumido por el trabajador de a pie, la desestructuración ha requerido el desarrollo de mejores herramientas de seguimiento y, en cualquier caso, el aumento de la cantidad de personal dedicada a la supervisión. En fin, hay cada vez más timoneles y cada vez menos remeros, el programador hace de analista y el técnico realiza estudios estratégicos; pero, a veces, yo ya no sé quién es mi jefe, dudo de cuál es, en realidad, mi trabajo y entreveo, a duras penas, quién soy yo.

Además de la flexibilidad en sus tareas, se demanda, o se concede, al trabajador un horario flexible. Cuando esto no significa una demanda de disponibilidad absoluta de horarios por parte de la empresa, sino la posibilidad de elegir el horario laboral, la jornada flexible, a día de hoy, funciona como un privilegio que se dispensa como incentivo.

En cualquiera de los casos, el teletrabajo, el trabajo desde casa, el más flexible de los horarios, también esta significando un especial desarrollo de las herramientas de vigilancia y control; y no, como cabía esperar, una mejora en las técnicas de gestión, que capacitara a los lideres de los proyectos para planificarlos por hitos y objetivos medibles, de los que se pudiera hacer un seguimiento oficial.

El trabajador ideal
Finalmente, la economía actual requiere del trabajador que sea flexible ante su propio despido. Que lo acepte como parte de su vida laboral, que lo integre en la misma, que busque y asuma las responsabilidades en las que pudiera haber incurrido y que podían haberlo salvado de la quema. Que no se derrumbe y que se trague el cuento del queso. Y, por fin, que corra como loco a buscar un nuevo trabajo.

De ahí parece estar surgiendo, quién sabe si por selección natural, un perfil de trabajador – y de persona –, que ya no espera lo duradero ni cree en ello. De ahí, tal vez, la fragmentación de la vida entre el entorno laboral y el entrono personal, que, a su vez, está fragmentado por la propia presión laboral, desde el horario de trabajo hasta los cambios obligados de domicilio.

El trabajador que triunfa es aquel capaz de mantener una línea, y destacar, en medio del desorden organizativo de las empresas. Los “verdaderos vencedores” son los que no sufren emocionalmente por verse ajenos a su trabajo, los que pueden llevar simultáneamente varias líneas de labor, pero no apasionarse por ninguna de ellas. En fin, expresado en términos transcendentales, se busca a la persona capaz de desprenderse de su pasado, el inmediato y el remoto, como una serpiente muda la piel. Quizá, quién sabe, aquí resida la razón de por qué se valora y se vende tanto la “espontaneidad” como una cualidad humana deseable, como si dejarse llevar a realizar acciones sin motivo pudiese tener algún valor moral.

Visita a la panadería
En un capítulo de su obra, Richard Sennet narra cómo había visitado una panadería italiana, en Boston, hacía 25 años, para entrevistar a los panaderos y observar su trabajo. La mayoría de los trabajadores eran griegos y realizaban un trabajo nocturno muy duro y muy mal pagado. No obstante, todos se consideraban “clase media”, es decir, tenían un techo bajo el que dormir, un trabajo diario y, por tanto, podían llevar una vida medianamente digna. En medio de la vorágine del mercado laboral, consideraban la clase social como una seña de identidad, sobre cuya base podían exigir respeto a los demás. La panadería, como local, unía efectivamente a los empleados, creándoles una conciencia de sí mismos como trabajadores y, en este sentido, funcionaba el principio marxista de que “la esencia del hombre es el trabajo”.

La preparación del pan constituía un ejercicio coreográfico que requería de mucho entrenamiento para salir bien. No obstante, en la panadería imperaba el bullicio; el olor a levadura se mezclaba con el de sudor humano en las salas calientes; las manos de los panaderos se sumergían constantemente en la harina y en el agua; los hombres usaban la nariz y los ojos para decidir cuándo estaba listo el pan. El orgullo del oficio era fuerte, pero los trabajadores decían que no disfrutaban con el trabajo. (“Y yo les creí”, puntualiza Sennett).

Veinticinco años después, Sennet se encontró con jornadas flexibles. “Los trabajadores vienen y van a lo largo del día; la panadería es una compleja red de horarios a tiempo parcial para las mujeres e, incluso, para algún hombre (…): los más jóvenes no están cubiertos por contratos sindicales y trabajan con un régimen contingente y horarios flexibles”. Sin embargo, “en este lugar de trabajo flexible y altamente tecnologizado (sic) donde todo es de fácil manejo, los trabajadores se sienten personalmente degradados por la manera en la que trabajan”.

Los panaderos no saben cómo se hace el pan
En fin, el pan que se hace en la panadería se ha convertido, para los panaderos, en una representación en una pantalla. “Como resultado de este método de trabajo, en realidad los panaderos ya no saben cómo se hace el pan”.

Así, si las máquinas se averían, los trabajadores no saben ni repararlas ni, alternativamente, hacer el pan a mano. Por lo demás, muchos panes acaban en la basura, a causa de errores humanos o desperfectos de las máquinas, lo cual resulta un gasto asumible para la empresa, ya que la empresa necesita mucho menos personal para producir el pan.

Como consecuencia de todo ello, las pruebas de acceso al trabajo de la panadería consistían en el manejo de ordenadores. Se trataba de pruebas de acceso dignas de técnicos informáticos, a pesar de que, en realidad, el trabajo consistía en pulsar una secuencia de botones en un orden determinado y en el momento oportuno. Del mismo modo que hoy se exige dominar el idioma inglés, en muchos trabajos en los que basta con conocer cierta terminología.

No voy a dedicarme a esto toda la vida
Igualmente, los trabajadores de la panadería (como todos los trabajadores), terminan sintiendo, en el mejor de los casos, indiferencia hacia una labor que no comprenden. Y, sea al final cierto o no, todos tienen el sueño de abandonar su trabajo. “No voy a estar haciendo esto toda la vida”, es el mantra que repetimos para soportar la jornada laboral.

No existe, pues, identidad laboral. El panadero ya no es quien hace el pan, ni el pastelero el que hace pasteles. Ya no es el informático quien codifica los programas. Los trabajadores cualificados son sustituidos por máquinas cualificadas. Y, sin embargo, se continúa exigiendo cada vez mayores cualificaciones para trabajos en los que el ideal de flexibilidad lleva a las empresas hacia máquinas de uso cada vez más fácil, con el objetivo de poder intercambiar o sustituir al individuo con facilidad. En todo caso, en momentos de crisis, cuando la máquina se rompe, los panaderos se ven excluidos de su trabajo y dependen de una asistencia técnica que no comprenden en absoluto.

La misma indiferencia, fuera de la panadería
Como en la panadería de Sennet, y sin necesidad de comparar con un pasado idealizado, encontraremos hoy, en los entornos laborales de los “países desarrollados”, la misma indiferencia del trabajador hacia su labor, la misma separación radical entre el trabajo y “lo que de verdad importa”, el mismo desapego de gente desesperanzada de su responsabilidad laboral y desesperada de la vida porque su sueño era otro. No hay orgullo del oficio, ni carácter o naturaleza que se exprese en el trabajo.

Hoy nos encontramos, igualmente, con jornadas flexibles, cada vez más largas, contratos que no pasan de ser hojas de papel con unas pocas líneas. Y, sobre todo, nos encontramos rodeados de una tecnología que no podemos comprender y que nos ha hecho olvidar el carácter de nuestro trabajo. El contable ya no necesita saber contabilidad (aunque se le continúe exigiendo para acceder al puesto), desde el momento en que existen programas informáticos que se instalan preconfigurados y que permitirían a cualquier grabador de datos llevar la contabilidad de una empresa. Incluso un programador, el ejemplo eminente de los contratos ficticios, conocerá, mal que bien, su lenguaje de programación, pero apenas conocerá la tecnología de la máquina sobre la que trabaja. En cambio, sustituirá al contable en la configuración de la estructura del Plan de la Empresa.

Cuando fallan las máquinas
Por supuesto, cuando era niño, ningún trabajador contemplaba, entre sus sueños, un trabajo rodeado de máquinas y ordenadores que apenas comprende, un trabajo que consiste, en el mejor de los casos, en una secuencia compleja de acciones sobre las máquinas y, en el peor de los caso, en poner de acuerdo a personas diferentes, de entornos diferentes, para que realice, cada una, su secuencia de acciones. Quizá ya no nos sentimos degradados porque nos hemos convencido, quien sabe por qué vías, de que nuestro verdadero valor reside en otra parte. ¿Qué otra cosa podía esperarse, si el panadero ya no sabe hacer pan, si el contable ya no sabe contabilidad y el mecánico ha comenzado a olvidar los motores reales?.

De hecho, cuando la máquina falla, el contable ya no sabe llevar manualmente el libro mayor, ni el diario. El mecánico, acostumbrado a los circuitos eléctricos, ya no sabe encontrar la avería por sí mismo cuando falla la sensibilidad de los detectores. Ni el programador será, por lo general, capaz de arrancar la máquina sobre la que trabaja, cuando esta falle. En honor de la flexibilidad, cuando las máquinas fallan, no existirá un procedimiento alternativo, el cual se habrá confiado a la autonomía y a la iniciativa del trabajador individual. Pero, ironías de la situación, nunca tendremos proceso alternativo, porque no queda ya, en la empresa, personal cualificado para ejecutarlo, porque habrá sido despedido en el último recorte de plantilla.

Los recortes de plantilla no funcionan
En este contexto, ya me entenderán, la “reingeniería de procesos” no funciona, Por más que se nos venda la flexibilidad como “prueba de carácter” personal en la aceptación de los cambios, por más que se confunda la flexibilidad con la libertad, en estos contextos, cualquier reorganización de la estructura de la empresa contará siempre con la pasividad, y a veces con la hostilidad, de los trabajadores. De unos trabajadores que no creen en su trabajo y que, lejos de alegrarse por haber encajado en la última reingeniería de procesos de la empresa, esperan con creciente angustia el próximo recorte de plantilla.

Quizá, una vez más, hemos corrido incesantemente, hasta quedar exhaustos, para mantenernos en el mismo lugar: son las personas, con sus sentimientos y sus miedos, las que ejecutan los procesos y, por tanto, las que mantienen a las organizaciones. Los procesos de reingeniería y los recortes de plantilla fracasan porque los trabajadores comienzan a dedicar sus energías a protegerse, o simplemente a huir de la empresa, antes que ha realizar su trabajo.

Aunque el ideal de la flexibilidad apunte, inevitablemente, a conseguir que los individuos sean fácilmente intercambiables, nunca lo podrán ser del todo. Y será ese residuo, un residuo de voluntad e incluso, a veces, ética, ese residuo que ejecuta el trabajo día a día, será él quien “eche a perder”, inevitablemente, cualquier recorte de plantilla.

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