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Amar al pueblo y al mundo

Más allá de circunstancias domésticas y de fantasías excesivamente deslumbrantes, hay que saber encontrar y amar verdaderamente a la persona
Wifredo Espina
lunes, 12 de agosto de 2013, 07:08 h (CET)
El conferenciante, aquella vez, iba acariciando los oídos e inflamaba los sentimientos patrios de los fieles a la exitosa convocatoria anual en la Casa Museo Prat de La Riba, glosando con entusiasmo las obras de juventud, y más encendidas, del gran prócer catalán considerado "el ordenador del seny de Cataluña".

Levantando la mirada, desde la silente intimidad del patio histórico, donde se celebra la velada de homenaje al prohombre, se podía ver como sobre los tejados se levantaban antenas parabólicas escrutando el mundo, y cómo, en el cielo azul intenso, se cruzaban las estelas blancas de los aerodinámicos aviones, desafiando al tiempo y al espacio.

Este fascinante contraste se repite felizmente, con más o menos intensidad –dependiendo del orador y de la pulcritud de la luz del atardecer– año tras año. Tradición y modernidad en el corazón del entrañable pueblo de Castellterçol.

Son dos maneras de ver y de vivir la existencia. O mejor dicho, dos vertientes de una misma y eterna búsqueda humana de la identidad fundamental de la persona, que a fin de cuentas es el centro del universo.

La tradición -que es proximidad- busca e intenta encontrar y proteger, desde el calor del nido, la pureza de esta identidad de la persona en las raíces de su historia, de sus costumbres, de su lengua, de su talante y de su entorno más cercano -el hogar, el pueblo, la tierra, los recuerdos, los principios y creencias-, envuelto de todo aquello que ha rodeado su nacimiento y su desarrollo. Y dentro de todo esto se guarece, sobrevive y se potencia la autenticidad personal y creadora del individuo, mientras se lo preserva de la dispersión, del anonimato y de la cruel soledad. Todo es muy natural, explicable y noble. El sentimiento patrio de pertenencia, de arraigo a la propia tierra y a tu gente, es fuerte e irrenunciable. ¡Engancha! No te enganches para siempre... !Es, debe ser, la palanca para echarse al vuelo!.

La modernidad -que es globalidad-, en cambio, desnuda al individuo de todo aquello que no es él mismo, de toda adherencia, de toda incrustación histórica. Él es él y nada más. Tal como él mismo se ha hecho y se ha enriquecido, con sus ideas y sentimientos, con sus dudas e incertidumbres. Y sin más bagaje que la libertad y la responsabilidad personal –no mirando atrás ni sintiendo nostalgia de seguridades– se lanza a la aventura de la vida, de afrontar la existencia a pelo, de desarrollar su personalidad y conquistar, con esfuerzo y preparación -estudios y experiencias-, un lugar en el mundo, y mejorarlo. Imaginación, inventiva, búsqueda continúa... Se busca asimismo viviendo la vida propia y la de los otros. El triunfo y el fracaso sólo serán suyos... y de las circunstancias. Aquí radicarán su grandeza y su servidumbre: el individuo desafiándotelo todo; en la suerte y en los riesgos. Descubriéndose y descubriendo la inmensidad y complejidad del universo...

Dos visiones de la vida y de las cosas. Dos caminos dispares, buscando la persona, el 'yo'. Son dos filosofías de ver y de vivir. Una, desde la seguridad, y, la otra, desde el riesgo. Desde el arraigo que florecerá y madurará, o desde el salto sin red hacia la autoafirmación. Preservar y renovar fecundamente en la solidez de la tradición, vivida y contrastada, o arriesgarse buscando e innovando siempre en el espíritu abierto y cosmopolita.

En fin, a menudo estamos en el eterno cruce: las raíces patrias o la vivencia global. Vecindad o ciudadanía mundial. La posible, no nada fácil, síntesis: amar la tierra y amar al mundo.

En el fondo, más allá de circunstancias demasiado domésticas y de fantasías excesivamente deslumbrantes, saber encontrar y amar verdaderamente a la persona. A toda persona.

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