El periodista Eusebio Val pregunta a la filósofa Carlota Casiraghi: ¿Qué pasión negativa le inquieta más? He aquí la respuesta: “El dio. El discurso del odio se infiltra por todas partes. Empieza por pequeñas frases, burlas, estigmatizaciones. Es lo que me inquieta más, excluir de la humanidad a una parte de las personas. ¿Por qué se llega a pensar que a ellas no se les tiene que aplicar los derechos humanos? Eso es insoportable. Hemos vivido hechos muy catastróficos de genocidio, y todavía existen muchos lugares de extrema fragilidad en donde se puede desencadenar. Pienso que no somos lo suficiente conscientes”.
Me quedo con: “pienso que no somos suficiente conscientes”, para empezar a redactar el discurso del odio que es el título que le he dado a este escrito. ¿Cuál es la causa de la falta de conciencia que vende la filosofía del odio que se extiende como una mancha de aceite? El odio es el efecto de una causa. ¿Cuál es la causa? Nuestra sociedad ha abandonado a Dios. El vacío que ha dejado en el alma su ausencia debe llenarse con otra cosa. El ser humano ha sido creado para tener a Dios en su interior. El alma no puede permanecer vacía. La vacuidad debe llenarse. Si ha desechado a Dios que es el legítimo inquilino, tiene que ir a buscar dioses que lo sustituyan. ¿Por dónde empezar? Satisfacer el ego. De ahí nace el narcisismo. Yo soy el mejor. Todo el mundo tiene que estar a mi servicio, y a todas horas. Lo diferente le enoja porque daña a su ego. Le duele. No puede soportarlo. Amparándose en su supuesta fuerza lucha contra lo inmediato. De ahí nace el machismo y el feminismo. El racismo, la lucha entre razas. Las guerras de religión: el islam contra el cristianismo. Los odios culturales tan en boga hoy. Los nacionalismos exacerbados, los propios no deben excluirse. Los fanatismos políticos de cualquier color…Todos son hijos del ego que no encuentra paz porque no está en paz con Dios ni consigo mismo. El hecho de haber defenestrado a Dios de sus vidas no significa que Él haya abandonado el derecho de gobernar a la criatura que ha creado. Cuantos más conflictos crea menos paz y con menos paz más conflictos. Es el pez que se muerde la cola. Sin Dios el discurso del odio no tiene solución. Charles Baudelaire compara la persona que odia con “el borracho en el fondo de la taberna que constantemente apaga la sed con más alcohol”. Nunca tiene bastante. Para evitar el síndrome de abstinencia debe inyectar más odio en el vano intento de satisfacer las insensatas necesidades del alma. El ojo por ojo ciega a quien lo aplica en las relaciones sociales.
Debido a que somos descendientes de Adán, todos sin excepción somos engendrados en pecado. El odio es una manifestación del pecado. El antídoto contra el odio es el amor de Dios. No el amor al dinero. No el amor a la Patria. No el amor a la Iglesia. Estos amores engendran odio. Únicamente el amor de Dios puede frenar la escalada de violencia que engendra el odio que hace que la sociedad se encuentre en un estado de confrontación permanente.
Sobre la existencia de Dios el escritor Adrià Pujol Cruells hace esta declaración: “No creer en Él es de holgazanes. No creer en Él es muy científico, pero estás obviando una de las grandes fuerzas que tenemos, que es la capacidad de trascendencia, de pensar qué coño hacemos aquí. Creyente, no, descreído jamás. Stephen Hawking pasó cincuenta años de su vida intentando demostrar que Dios no existía y en el lecho de la muerte dijo que quizás un poco sí creía”. Si lo que dice Adrià Pujol de Stephen Hawking es cierto, se le pueden aplicar al científico lo que el rey Agripa le dijo al apóstol Pablo en respuesta al intento de convencerle que Jesús es real, no un mito: “Por poco me persuades a hacerme cristiano” (Hechos 26: 28). Faltar poco para sr cristiano es lo mismo que no serlo. No se posee el Espíritu Santo que da al creyente en Cristo el don de amar. El amor de Dios en el creyente es el antídoto contra el odio. No hay otra medicina.
Los sucedáneos no sirven. Los tratamientos sicológicos y las terapias de grupo, no funcionan. El llamado imperio de la ley puede atacar, juzgar, condenar hechos concretos de odio. No siempre lo consigue porque la parcialidad de los jueces lo impide. Jamás puede atacar la causa del odio que es espiritual. A la causa, al hombre no le está permitido meter la nariz. La causa del odio solamente tiene una medicina: Jesús, no un Jesús folklórico como se evidencia en las procesiones de Semana Santa. Es el Jesús que muere crucificado en la cruz del Gólgota y resucitado en el tercer día.
La sangre del Crucificado “limpia todos los pecados” (1 Juan 1: 7), incluso el del odio. Los otros remedios son paliativos que dan la sensación de curación. La enfermedad sigue viva en el fondo del alma esperando la oportunidad de estallar con virulencia como lo hace el volcán cuando despierta de su sueño.
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