España es el país en el que se engendraron dos novelas admirables que marcan la esencia hispana: “Vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades” y “De la vida del pícaro Guzmán de Alfarache”. Los textos suponen el reflejo de una sociedad embriagada por bribones y truhanes, educados en la holgazanería de una clase dirigente que se resiste a la modernidad que, por aquel entonces, avanzaba imparable por casi toda Europa.
La moral católica ha tenido mucho que ver en esta narcotización social. El catecismo católico enseña que nuestra salvación depende de la misericordia de Dios frente a la doctrina protestante que incita a una salvación personal a través de los méritos alcanzados en esta vida. Lo nuestro es una especie de butrón a través del cual la vagancia y las granujadas han encontrado un monumental coladero de cara al pasaporte hacia el más allá. Un incentivo para sustituir trabajo por artimaña, honradez por golfería y esfuerzo por desidia. España ha sido educada durante siglos en agudizar el ingenio y en dedicar horas de meditación con el fin de encontrar la fórmula con que sortear la ley. La picaresca es nuestra esencia y nos distingue con el adagio popular que debería de ser el lema de nuestra enseña nacional: “quien hizo la ley hizo la trampa”.
En Europa nadie se extrañó que la ministra de Educación y Ciencia alemana, Annette Schavan, tuviera que dimitir al invalidar la Universidad de Düsseldorf su título académico de doctora al haber plagiado su tesis, nada más y nada menos que 33 años antes. Este, el nuestro, sin embargo, es un país en donde la financiación ilegal de los partidos políticos no es un delito sino una infracción administrativa. Este, el nuestro, es el Estado de Guzmán de Alfarache, de Luis Roldán, de los Gürtels o de los ERES. Un país en el que nadie dimite porque ser pícaro es lo normal y forma parte de nuestra esencia. Cómo va a dimitir Camps por recibir cuatro trajes, cómo va a dimitir Ana Mato si el jaguar se lo regalaron a su marido o cómo va a dimitir Griñán si los mangantes estaban cuatro despachos distantes del suyo.
De la picaresca a la delincuencia hay una leve línea que se cruza con habitualidad y aquiescencia, incluso, en este país, con el reconocimiento popular. Por eso no es de extrañar que hayamos pasado del Lazarillo de Tormes a lo de la presunta caja B del PP, atravesando Filesa, Malesa y Time-Export, sin que nadie, en esta cosa todavía llamada España, haya presentado una puñetera dimisión.
Eso solo puede ocurrir, y es posible, en un país en el que el pícaro es un ser con prestigio social, un tío listo al que incluso se admira. En España lo normal, lo socialmente aceptado, es buscar mil y una formas de conectar, sin abonarse, el Canal Plus, llevarse productos de los grandes almacenes sin pagarlos, realizar descargas ilegales de internet, no liquidar los derechos a sus legítimos autores fotocopiando libros, localizar los radares de tráfico para sortearlos, estudiar la fórmula para no pagar impuestos o encontrar el método con que recibir una subvención que no se ajusta a nuestro perfil. Mientras esto sea así, la corrupción será el pan nuestro de cada día e, incluso, Luis Bárcenas llegará a convertirse en un héroe nacional, una especie de Torrente que terminará ascendido a los altares de la picaresca popular. Tiempo al tiempo.
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