Hoy he visto un video de dos minutos, de esos que los amigos te envían por Whatsapp, y me he quedado impresionado. Trata del tren de la vida y, cosa curiosa, la peliculita se desarrolla utilizando un tren en el que no se puede subir todo el mundo. Se trata de un tren en el que solo tienen cabida las personas que, de una forma u otra, tienen, o han tenido, relación con uno mismo. Precioso. Debo decir, no obstante, que el mensaje no es, ni mucho menos, un mensaje excluyente. Antes, al contrario. Se da por sentado que cada ser humano tiene su propio tren y que a él suben personas de todo tipo. Unas cuya presencia es obligada porque gracias a ellas tú tienes tu propio tren. Otras te las encuentras en el camino y suben y bajan unas porque quieren, otras porque tú lo permites, algunas porque tú las obligas a bajarse y algunas porque te abandonan sin que tú ni ellas mismas puedan evitarlo.
El visionado de este video me ha impulsado a escribir este comentario y para ello he reconstruido en mi imaginario mental mi propio tren, tren ya un tanto desvencijado porque lleva muchos años circulando por las vías del mundo, cuyos carriles no siempre han estado bien asentados y en alguna ocasión ―especialmente en los últimos tiempos― ha estado a punto de descarrilar.
Pasajeros fijos, esos que nunca cambian
La primera cosa que observo es que estoy en un tren que yo no he escogido y que ni siquiera he contribuido lo más mínimo a su formación. Y supe que estaba en un vehículo que se movía muy lentamente en el que los años eran larguísimos y los días interminables. Cosa extraña en este tren que cuanto más viejo es y más desgastadas están sus ruedas más rápido anda y los años pasan en un soplo y los días en un abrir y cerrar los ojos.
Hoy, al revivir los muchísimos kilómetros recorridos, observo que hay unos personajes que siempre, absolutamente siempre, han permanecido en mi tren. Nunca se han bajado en ninguna de las estaciones. Yo sí lo he hecho y mis hermanos también, aunque los desembarcos siempre han sido puntuales. Esos que antes se hacían en las estaciones en que paraban los trenes que se movían impulsados por una caldera de vapor y los viajeros bajaban para ir a la cantina de la estación a beber agua o tomarse un café. Curiosamente quienes nunca se bajaron del tren eran mis padres.
En esas circunstanciales paradas descubrí que mi tren no era el único. Que las estaciones eran inmensas y que los trenes eran incontables de tantos como había. Todos eran muy parecidos, pero para mí, el mío era diferente. Mi tren era un tren pobre, muy pobre. Casi desvencijado. Algunos vagones tenían goteras y el frio se colaba por los huecos que aparecían entre las tablas que conformaban las paredes del vagón. En ese tren se pasaba hambre y quienes viajábamos en él nos cubríamos con ropa que nos habían regalado los viajeros de otros trenes. Pero lo sobrellevábamos con resignación. Lo que no me impidió constatar que la mayoría de los trenes que circulaban junto a nosotros, aun siendo muchos de ellos pobres también, tenían mejor aspecto y por las ventanillas de sus vagones siempre salía un delicioso olor a potaje de arroz con habichuelas o de pescaíto frito.
Tuvieron que pasar unos años, no muchos, hasta que descubrí que mi tren era un tren gitano y que los pasajeros que jamás abandonaron voluntariamente mi tren, ni se bajaron en ninguna de las estaciones, fueron mis padres. Y cosa curiosa que a mi me chocaba extraordinariamente, que los trenes junto a los cuales circulábamos eran trenes más bien tristes. Y si no tristes, serios, muy serios. Al menos a mí así me lo parecían desde la lejanía de mis ocho o diez años.
Por el contrario, mi tren era un tren alegre. Por las angostas ventanas de los minúsculos vagones ocupados por demasiada gente no salían deliciosos olores de manjares, lo que salían eran las notas del cante gitano-andaluz, o el sonido de las palmas a compás imprescindibles para que un baile por bulerías alcance las estribaciones del cielo.
Y así un día descubrí que no solamente nosotros, sino todos los viajeros del país habían parado sus trenes en una estación llamada Navidad.
La apoteosis de la nochebuena
El tren de la vida tiene muchas estaciones. Unas muy importantes y otras en las que nunca hubiéramos deseado que se parara nuestro tren. Pero la estación de la Nochebuena es, posiblemente, la primera de la que conservo un recuerdo más gratificante.
“La calle de San Francisco que es una calle tranquila y serena” ―así dice un popular villancico que tiene más de 100 años― es una vía que, en mi pueblo, Puerto Real, conduce por uno de sus extremos a la estación de la Renfe. Y haciendo esquina con la calle de Barragán vivían mis abuelos. Su tren se había parado allí definitivamente y desde su estación, un día no demasiado lejano, se puso en marcha el mío. En su casapuerta, que en el resto de España llaman el zaguán, se preparaba la llegada de la nochebuena con “la zambomba” que consistía en una reunión familiar a la que podía asistir todo el que quisiera, y donde se cantaban villancicos navideños a los que mis tías gitanas daban una dimensión musical y étnica inigualable.
Los mismos que se siguen cantando hoy en los hogares de toda Andalucía y en la reuniones prenavideñas organizadas por las peñas flamencas u otras organizaciones culturales. Lo he dicho con anterioridad. Hoy suenan igual que antes “La virgen se está peinando…”, “Dime niño, ¿de quién eres, todo vestidito de blanco…?”, “Hacia Belén va una burra...”, “Campana sobre campana…”, Los peces en el rio…”, “Arre borriquito…”, “Madroños al Niño…”, “Ya vienen los Reyes Magos…”, “La Virgen va caminando…” etc. etc. Pero los tiempos cambian, y aunque los villancicos navideños sigan siendo los mismos, la verdad es que, como dice el refranero, “entre col y col, lechuga”. Es decir, entre villancico y villancico siempre sienta bien un cante por bulerías, especialmente si son las de Jerez.
La familia: el mayor tesoro del género humano
Pero la Navidad es la culminación del respeto y la vinculación férrea e indisoluble entre los miembros de la familia. Por eso, este año, desde la Unión Romani, hemos querido poner especial énfasis en este mensaje. Sobre todo, porque este año está siendo un año muy especial para todos los ciudadanos de España. Vivimos una época de mucha inquietud por los cambios que se avecinan. Y nos entristece contemplar que la sociedad en la que nos ha tocado vivir esté tan dividida y en ocasiones tan enfrentada.
Este cuento de navidad que es tan real como la vida misma, debería propiciar que una vez parados en esta estación, los cuarenta y tantos millones de trenes que circulan por España, llegásemos a la conclusión de que irremediablemente cada día sus vagones estarán más vacíos y entonces cabrá preguntarse: ¿de qué ha servido tanto enfrentamiento, tanta tragedia y tanto afán por poner más allá la línea que marca la frontera del territorio por el que queremos que circulen solo nuestros trenes?
Por eso nos reiteramos en desear que el sentimiento gitano de respeto y veneración a la familia se contagie a todos nuestros vecinos. Unos y otros seriamos más felices porque solo la unidad familiar es la que hace posible la paz, la concordia y el entendimiento entre unos y otros. Y si me lo permiten les invito a que hagan suya nuestra bandera gitana que las engloba a todas: Dos franjas horizontales de igual tamaño: La de arriba, azul y la de abajo, verde. Simbolizan las únicas y verdaderas posesiones del género humano que tiene por techo el azul del cielo y por suelo el verde de los campos. Todo lo demás, créanme, es artificial.
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