No deseo comenzar el año escribiendo sobre ninguna de las cosas que ocurren
y no debieran ocurrir en nuestro país. No. Hemos comenzado el año con un
rayo de esperanza que deseamos que llegue a convertirse en un haz luminoso.
Es mucho más entrañable y estimulante referirme a Mario, Ana Luna, Esther
o Juan. Cuatro pequeños genios de los fogones que han sido capaces de
mantener la atención de casi cuatro millones y medio de españoles en los
pasados días navideños, a través del programa gastronómico de televisión
MasterChef junior, en el que se buscaba al mejor cocinero amateur del país.
Aparentemente y por la denominación del espacio televisivo, se podría pensar
que el mismo no tenía otras pretensiones que el de encontrar entre los niños
españoles a aquel que demostrase una mejor técnica en el arte de cocinar.
Sin embargo esos niños que estaban a las puertas de la adolescencia, sin
proponérselo y para el que sepa ver más allá de las imágenes concretas, nos
han dado una gran lección de la que se pueden extraer muy provechosas
Como primera y más clara conclusión, creo que MasterCheff, ha sido una
prueba clara de lo que es hacer una TV responsable, educativa y entretenida;
una televisión que estimula la tolerancia, el compañerismo, el esfuerzo
y espíritu de superación; una televisión que ha logrado que los niños
participantes compitieran noblemente, pero no con el único fin ganar a sus
compañeros, sino con la noble ilusión de ofrecernos lo mejor de sí mismos, lo
mejor de lo ellos llevaban en su interior. Con su comportamiento nos han dado
la mejor prueba de cómo se promueve la dignidad de la persona y los valores
humanos. Posiblemente sin pretenderlo, Mario, el ganador, nos demostró la
fuerza que nos proporcionan nuestras raíces, al jugársela en la final con la
receta que él tantas veces había visto cocinar a su madre y a su abuela, unas
cocochas al pil pil, y con esa fe de lo que él consideraba muy suyo, consiguió
alzarse con el triunfo.
Y es que el arte de la cocina, es un vivo ejemplo de imaginación, de entrega y
amor que se renueva en cada plato.
El cocinero, antes de colocarse frente a los fogones, piensa primero en aquello
que es lo que más nos puede agradar y tras ello, con amor y esmero, dedica
una gran parte de tiempo en preparar y condimentar todos los ingredientes
que le conducirán a la culminación de la receta elegida. Durante el desarrollo
de la misma, piensa siempre en cómo podría mejorarla y por último, una vez
finalizada su labor, trata de presentarla de la forma más atractiva y apetitosa
a la vista de aquellos para los que ha dedicado su tiempo —una parte de
su vida— con ese plato que hará nuestras delicias. ¿No es ello una prueba
palpable de generosidad y de entrega? En definitiva ¿De amor?
Por el contrario, que falta de reconocimiento y aprecio a este dar y darse a
quienes se trata de agradar, es el lanzarse sobre el plato sin esperar a que su
autor esté presente. No hay una prueba mayor de desinterés e ingratitud por el
afán y el entusiasmo de que hemos sido objeto.
En cuanto a la televisión, muchos males se le achacan a este medio de
comunicación. Es esta una actitud simplista y profundamente injusta. La
televisión en sí es un avance maravilloso que ha puesto a nuestra disposición
unas posibilidades insospechadas hace tan solo pocos años, no solo en
el aspecto cultural y de las comunicaciones, sino lo que es mucho más
importante, en el mundo científico.
Pienso que el mayor daño que puede causar la televisión, no radica tanto en
sus contenidos como al inestimable espacio que sustrae a otras ocupaciones
mucho más enriquecedoras y creativas tan decisivas especialmente en la
Es cierto que muchos de los programas de la TV y la propia informática, se han
convertido penosamente en un sustituto de la imaginación y la iniciativa, puesto
que al dárnoslo todo resuelto, impiden la estimulación de nuestro intelecto para
Sin embargo MasterCheff y los niños que en el programa han participado, han
hecho que se vengan abajo muchos de los tópicos que se le achacan a la
televisión. La televisión como la informática y las redes sociales, solo son un
medio para transmitir contenidos. La clave está en manos de quien estén esos
medios y con qué fines se utilicen. Porque estos escaparates absorbentes y
omnipresentes, pueden iluminarnos o confundirnos; despertar nuestro apetito
por aprender o anestesiarnos; provocar nuestra solidaridad y espíritu de equipo
o dividirnos y enfrentarnos; humanizarnos o embrutecernos.
Hagamos pues realidad una frase del ex presidente del Gobierno Felipe
González, pasando de las palabras a los hechos: “Al gobernar, aprendí a pasar
de la ética de los principios, a la ética de las responsabilidades”. Y responsable
es aquel que es fiel a sus palabras, sus promesas y sus decisiones, asumiendo
sus consecuencias. La responsabilidad es más que un compromiso, y no se
nace con ella; se alcanza con la madurez, tratando de hacer las cosas, no
solamente bien, sino lo mejor posible. Porque no somos responsables de
nuestros sentimientos ni de las ideas infundidas, pero sí de lo que hacemos
con ellas. Es muy fácil eludir nuestras responsabilidades, pero imposible
esconder la vergüenza y sentimiento de culpabilidad, que como nuestra propia
sombra, nos acompañará de por vida.
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