¿Qué es un Gobierno progresista?
Estos días ando un tanto confundido con la terminología que usa tanto el presidente del Gobierno como algunos de los líderes parlamentarios cuando hacen referencia a lo que ellos mismos dicen que son, o a las intenciones que los animan para gobernar este país. Y entre todas las palabras que utilizan, la que más repiten, y lo hacen hasta la saciedad, es “progresista”. Y yo me pregunto, realmente ¿qué es ser progresista? Hace unos diez años Jesús Palomar publicó un ensayo muy interesante titulado La ambigüedad del lenguaje político (o el arte de no decir). En él se afirma que “La identificación de las palabras utilizadas por los ideólogos o los intelectuales que acuñan los términos que luego se extienden en su uso social es muy problemática, dado que las palabras se cargan de ideología tanto para atacar las posiciones del contrario como para enaltecer las propias.” Confieso que a mí esa palabra me gusta, como me gusta casi todo ―evidentemente, no todo― lo que proviene de la Revolución francesa.
Cuando Pedro Sánchez identifica su voluntad de trabajar subido al carro del progresismo supongo que lo hace convencido de que esa tendencia política es la que muy bien define el Gran Diccionario Larousse como la “Doctrina política y social que defiende las ideas avanzadas, en especial aquellas que propugnan el estado del bienestar, el desarrollo cultural, la defensa de los derechos civiles y un cierto reparto de la riqueza.” Es decir que el progresismo se podría definir como una tendencia política formada por las aportaciones de diversas doctrinas filosóficas, éticas y económicas que tienen su raíz en el liberalismo y el socialismo democrático. Y si es así, las fuerzas conservadoras democráticas de España no deberían mirar con malos ojos una acción de gobierno que se inspira en importantes aportaciones liberales. Déjenme decir que en todas mis aportaciones políticas hechas desde el Grupo Socialista del Parlamento Europeo a lo largo de los doce años que estuve en él, siempre conté con el apoyo y el voto favorable del Grupo Liberal.
Lo importante es ser demócrata. Estar en la izquierda o en la derecha es secundario
Es fácil de entender. El comunismo es una doctrina inequívocamente de izquierda, pero el comunismo no es democrático. El conservadurismo autoritario es sin duda alguna de derecha, pero no es democrático.
Yo me considero un ciudadano de izquierda. Al menos pertenezco a esa parcela de la sociedad que ideológicamente se sitúa a continuación de los conservadores, aquellos de los que popularmente se dice que son “la derecha”. Y no sé por qué. Debe ser por utilizar una forma simplista de entendernos. Recuerdo que siendo muy joven ―Franco aún estaba vivo― el “Tío Peret”, Pedro Jiménez Pubill, ―por favor, no confundir con el genial cantante de rumbas― gitano catalán nacido en Camprodón, precioso pueblo del Pirineo, situado en la confluencia de los ríos Ter y Ritort, me dijo un día que le aclarara que era eso de ser de ser de izquierda o de derecha.
―Es muy fácil, tío Peret ―le dije, al tiempo que intentaba encontrar una imagen que sacara de dudas a aquel gran gitano y mejor persona―. Usted sabe cómo yo pienso. Pues bien, toda la gente que tenemos fe en lo que representa la lucha contra las injusticias que hacen que unos pocos lo tengan todo y la inmensa mayoría no tengamos nada o casi nada, somos la izquierda. Y para que se sepa quiénes somos y dónde nos situamos hemos convenido en decir que estamos en un espacio que se identifica con ese lugar.
―O sea, sobrino, que si los buenos, ―y digo los buenos, porque sin duda alguna, si toda esa gente es como tú, a quien conozco muy bien―, son los que están a tu lado, quiere decir que los que están en el otro lado, es decir, en la derecha, son “los malos”.
―Por favor, yo no pretendo llegar a esa conclusión. Trato tan solo de aclararle a usted en qué espacio nos situamos unos y dónde están los otros.
En aquel momento, aquel sabio gitano que no tenía más estudios que los que aprendió en la universidad de la vida, plantado frente a mí, me miró fijamente al tiempo que esbozaba una picaresca sonrisa bajo su pobladísimo bigote blanquecino, y me dijo:
―Creo que esa terminología no es acertada. Fíjate donde está tu mano izquierda. En ese lugar estáis “los buenos”. Pero resulta que para mí, que estoy frente a ti, en ese mismo lugar se sitúa mi mano derecha. Es decir, el espacio de “los malos”. Comprenderás, querido sobrino, que sostener semejante terminología puede ser, como mínimo, equivocada e incluso, tal vez, peligrosa.
Nosotros, la generación de la Transición
Quienes fuimos por razones biológicas testigos de la Transición española guardamos en la memoria infinidad de escenas, momentos irrepetibles y conversaciones que no aparecen en los libros pero que forman parte de nuestra riqueza interior y que, tal vez, merezca la pena compartir. Dicen algunos que la oposición al franquismo la ostentó casi en exclusiva el partido comunista. Y tal vez sea verdad. Por eso, quienes durante aquellos años de plomo y represión éranos niños no teníamos más referencia de la lucha de clases que la encarnada en líderes comunistas como Marcelino Camacho, Ignacio Gallego, Fernando Claudín, y más lejanos en el tiempo y en el espacio Santiago Carrillo, Dolores Ibarruri “La Pasionaria” o Rafael Alberti.
Pertenecemos a una generación que cantó miles de veces el “Cara al Sol” o ”Montañas Nevadas” mientras formábamos alineados, en el patio del colegio, al tiempo que se alzaba la bandera roja y gualda por la mañana o se arriaba al atardecer. Somos la gloriosa generación de la Transición que leía libros prohibidos o censurados, a escondidas, y que no sabíamos distinguir con claridad que encerraban en su interior conceptos tan determinantes de la acción política como son la “lucha de clases” o el “materialismo histórico”.
Finalmente terminamos por aprender y a pesar del férreo control con que se imprimían o distribuían los libros en España, nosotros, los integrantes de la generación de la Transición, supimos por qué en 1939, cuando la mayoría de nosotros aún no habíamos nacido, el Sindicato Español Universitario quemó libros de Voltaire, Lamartine, Marx, Freud o Rousseau. Está documentado que en Barcelona se destruyeron justo después de la Guerra Civil 72 toneladas de libros de editoriales y bibliotecas públicas y privadas.
La censura duró todo el tiempo que duró el franquismo. Mi primer libro, “Nosotros, los gitanos” se publicó en el último trimestre de 1971, solo cuatro años antes de que muriera el jefe del Estado, y sufrió varios tijeretazos. El censor suprimió un par de páginas y determinó que algunos párrafos no se podían publicar.
Hasta que nos hicimos mayores y decidimos plantarle cara a la vida. Pero ese es un capítulo más del que me ocuparé otro día.
Unos a la izquierda, otros a la derecha
Hoy quiero poner punto y aparte evocando de nuevo la memoria del “Tio Peret”. Si yo entonces lo hubiera sabido, cuando me preguntó por qué unas personas de determina ideología se situaban a la izquierda y otras a la derecha, le diría lo que más tarde supe gracias a Michel Péronne tal como él lo escribió en su Vocabulario básico de la Revolución Francesa. Dice el autor que el término Derecha política, como el de Izquierda política, tiene su origen en la votación que tuvo lugar el 11 de septiembre de 1789 en la Asamblea Nacional Constituyente surgida de la Revolución Francesa. En uno de sus artículos los diputados debían decidir si el monarca debía tener un poder absoluto con capacidad de veto de las leyes que promulgara la Asamblea. Los diputados que estaban a favor de la propuesta se situaron a la derecha del presidente de la Asamblea. Los que estaban en contra, y defendían que el rey sólo tuviera derecho a un veto suspensivo y limitado en el tiempo se situaron a la izquierda del presidente. Así el término "izquierda" quedó asociado a las opciones políticas que propugnaban el cambio político y social, mientras que el término "derecha" quedó asociado a las que se oponían a dichos cambios.
¡Qué cosas, ¿verdad? ¡Como si todo fuera tan fácil como eso! Pero, por lo visto, hace 231 años lo fue y dura hasta hoy.
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