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¿Se interesa Obama por los rehenes estadounidenses?

Nadie puede negar que presidentes como Carter no persiguieran la liberación de los rehenes
Michael Rubin
jueves, 13 de marzo de 2014, 07:52 h (CET)
Hoy domingo se cumple el séptimo aniversario de la desaparición del ex agente del FBI Robert Levinson en Kish Island, una zona de libre comercio en un islote iraní del Golfo Pérsico en donde no hacen falta visados. Mucho se ha escrito en el ínterin acerca de lo que estaba haciendo exactamente Levinson, y de la relación que presuntamente tendría con ciertos analistas de la CIA. Para la administración Obama, debería ser irrelevante. De la liberación de Levinson — y de la del pastor estadounidense Said Abedini — debería de hacer su principal prioridad.

Desde la Revolución Islámica, las autoridades iraníes han hecho del secuestro una herramienta de administración pública. El secuestro inicial de la embajada norteamericana en Teherán refrendó a Irán como régimen disfuncional, reacio a respetar las normas de la diplomacia internacional. La situación de los rehenes paralizó a la administración Carter. Con independencia de los errores que pudo haber cometido Jimmy Carter — y en lo que respecta a Irán, fueron unos cuantos — nadie puede sugerir que no persiguiera la liberación de los rehenes.

Aunque Irán puso en libertad a los rehenes de la embajada en cuanto fue investido Reagan, el gobierno iraní volvía enseguida a las andadas, interviniendo esta vez a través de sus tentáculos en el Líbano. Hezbolá y grupos afines secuestraban a un buen número de estadounidenses, matando a unos cuantos. Según el informe de la Comisión Tower, Reagan asediaba de forma obsesiva a preguntas a su gabinete, relativas a su situación y las probabilidades de su liberación. La preocupación de Reagan por los rehenes condujo finalmente a la desgraciada trama de intercambio de los rehenes por armamento.

Aunque muchos de los rehenes volvían a casa a finales de la presidencia Reagan, los grupos de respaldo iraní conservaban a unos cuantos para cuando George H.W. Bush llegaba a la presidencia. Bush se valió de su discurso de investidura para sugerir que podría producirse una reconciliación americano-iraní siempre que Teherán manifestara su disposición poniendo en libertad a los rehenes estadounidenses. Bush siguió el asunto en privado con el Secretario General de la ONU Javier Pérez de Cuéllar, que a su vez nombró al burócrata Giandomenico Picco intermediario con el Presidente iraní Alí Ajbar Hashemi Rafsajani. El recién nombrado Líder Supremo Alí Jamenei contuvo las nuevas conversaciones, y Rafsanjani se negó a avanzar porque hacerlo equivaldría a admitir la complacencia iraní en un acto a tenor del que Irán deseaba la negación plausible. Sin embargo, con el tiempo, los restantes estadounidenses volvían a casa.

El Presidente Obama y el Secretario de Estado John Kerry han emprendido con Irán una iniciativa diplomática más amplia que ningún predecesor, Jimmy Carter incluido. Para sentar a Irán a las negociaciones nucleares, Obama levantó sanciones por valor de 7.000 millones de dólares que, combinadas con nuevas inversiones, arroja 20.000 millones de dólares destinados a Teherán. Irán necesitaba liquidez con desesperación, habiéndose contraído su economía un 5,4 por ciento durante el ejercicio previo al comienzo de las negociaciones.

Obama tenía, por tanto, la ventaja y enorme influencia. Igual que Estados Unidos ofreció incentivos para avalar su disposición, también tendría que haberlos ofrecido Irán, de haber alguna disposición en el bando iraní. Que Obama no pidiera la vuelta de los estadounidenses secuestrados ni insistiera en su puesta en libertad como precondición aísla realmente a Obama. Parece tratarse del primer presidente de los Estados Unidos que no ha antepuesto la liberación de rehenes en su negociación con el principal país secuestrador del mundo. En ausencia de cualquier otra razón ofrecida, es progresivamente más difícil no llegar a la conclusión de que Obama y Kerry no se interesan por los rehenes simplemente, y que son reacios a pedir cuentas a los gobiernos. Una tragedia que ningún premio Nobel puede borrar.

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