Texto de Michael Rubin
Durante el último par de décadas, ha surgido un patrón: Los gobiernos toleran el fundamentalismo islamista, por no decir que lo alientan, mientras yihadistas, takfiris, fundamentalistas, militantes o el nombre que usted quiera entiendan las condiciones de un pacto: Pueden ser todo lo radicales que quieran, mientras su terrorismo se destine a la exportación exclusivamente.
De ahí que durante décadas los príncipes saudíes hayan inyectado liquidez a las arcas de grupos fundamentalistas y eventualmente a las de al-Qaeda, siendo inmunes a las críticas del mundo exterior. Aun después del 11 de Septiembre, la familia real saudí fue decididamente deshonesta en su enfoque del terrorismo. Fue sólo después de que al-Qaeda se revolviera contra la propia Arabia Saudí que el monarca y sus príncipes despertaron a los peligros que la organización representaba.
De igual forma, el Presidente sirio Bashar al-Assad, al tiempo que alimentaba la fama de secular, flirteaba con los fundamentalistas. Su padre Hafez al-Assad pudo haber aplastado a la Hermandad Musulmana en Hama en 1982, pero en contra de la caricatura que hace Tom Friedman de Assad y sus llamadas "Reglas de Hama", no era solamente un salvaje con cero tolerancia al islamismo. Hafez al-Assad fue más bien un salvaje que casi inmediatamente después de su masacre comenzó a tratar de convertir a los supervivientes. Él y posteriormente su hijo Bashar comenzaron discretamente a tolerar un mayor conservadurismo islámico. Bashar fue más allá y apoyó activamente a los yihadistas mientras tuvieran su yihad lejos de Siria. De ahí que Siria se convirtiera en la estación de paso de los terroristas islamistas que se infiltraban en Irak para sembrar el caos no sólo contra los efectivos estadounidenses, sino contra los ciudadanos iraquíes más corrientes. Que los islamistas se hayan hecho con el control del levantamiento contra Bashar al-Assad no debería de causar sorpresa: Siempre hay reflujo.
Irak sufrió un fenómeno muy parecido: El fundamentalismo islamista no comenzó con la invasión de Irak encabezada por Estados Unidos en 2003; era anterior. Que “Alaju Ajbar” estuviera en la bandera iraquí tras el levantamiento de 1991 no es ninguna coincidencia. El dictador iraquí Saddam Hussein creó policías de la moralidad que, para apaciguar el sentimiento islamista, llevaban a cabo actividades tales como decapitaciones de mujeres por supuestas violaciones de las convenciones morales. No pasaría mucho tiempo antes de que unos jóvenes radicales de al-Anbar iniciaran en 2003 actividades violentas en nombre de la religión contra los chiítas iraquíes cuando, durante la década anterior, Saddam Hussein les había animado a hacer lo propio.
¿A quién le toca ahora pues? Si fuera un turco afincado en Estambul o Ankara, estaría muy preocupado por la violencia de al-Qaeda en la puerta de casa. Estambul, por supuesto, ha sido objeto de atentados de al-Qaeda, pero nada comparado con lo que puede avecinarse. El Primer Ministro Recep Tayyip Erdoğán viene situándose incómodamente próximo a los que financian a al-Qaeda. Turquía también viene apoyando bastante al Frente Nusra y quizá hasta al Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS), en la medida en que atenten contra los kurdos seculares de Siria. Ahora, tras meses de desmentidos, parece que un atentado suicida acaecido en Reyhanli, que el gobierno turco achaca al régimen sirio, fue en la práctica perpetrado por la oposición siria relacionada con al-Qaeda.
El gobierno turco — como los saudíes, los sirios, los iraquíes, los paquistaníes y otros antes — pudo creer estar canalizando a al-Qaeda o a los compañeros de viaje de ese grupo contra sus rivales estratégicos. Se equivocó. Cuando al-Qaeda llegue a Turquía, sea este año, el que viene o en 2016, los turcos deben de comprender que el caballero que les ha invitado a entrar en la práctica es nada menos que Recep Tayyip Erdoğán.
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