El gran estrado de Minnesota, le va a encantar saberlo, ha dejado de interesarse por el tamaño y el color de la parrilla de su vehículo. La legislatura de St. Paul prescindía hace poco del código de 1953 que regulaba la pieza del automóvil, uno de los casi 1.200 códigos legales barrocos o desfasados cuya derogación recomendó el gobernador Mark Dayton como parte de un relevante "pleno de saneamiento". Entre otros cambios: Los habitantes de Minnesota se liberan de la penalización a la posesión de más de dos hembras de faisán, las multas por vender fresas en envases de tamaño equivocado es historia, y ya es legal viajar con el motor del vehículo en punto muerto.
"Nos deshicimos de todas las leyes ridículas", declaraba un funcionario público al St. Paul Pioneer-Press. Probablemente sea exagerar las cosas, teniendo en cuenta las más de 46.000 leyes que a lo largo de los años han tramitado los legisladores de Minnesota. Aun así, la poda de 1.200 malas hierbas no es cuestión baladí.
También es un recordatorio del motivo de que casi todas las leyes y ordenanzas debieran de tener fechas de caducidad.
A todas las instancias, el Estado se inclina más por crear nuevos reglamentos y programas de reforma que por desmantelar los vigentes. Los políticos están siempre bajo presión para dar respuesta a las crisis o las polémicas del momento — que si aprobar una ley, regular competencias, introducir en vigor una subvención, abrir una instancia. Cuando la polémica desaparece, las leyes y las ordenanzas se quedan, acumulándose sin parar y de forma cara mucho después de que la atención de la opinión pública haya pasado a otras fuentes de debate y agitación.
Con el tiempo, ciertas leyes se convierten en curiosidades inofensivas, como la ley de Massachusetts que duplica la multa a cualquiera que recoja flores silvestres "con nocturnidad y alevosía clandestina". Pero otras — como las leyes que regulan las actividades comerciales en San Francisco, que siguen tipificando como delito "cualquier clase de actividad manual, empresarial o trabajo" los domingos, salvo casos de excepcionalidad — siguen afectando a la legislación pública mucho después de que las circunstancias que las precedieron hayan cambiado.
En el mundo real, nada es para siempre. El cartón de leche de su nevera tiene fecha de caducidad. También las tarjetas de su cartera. Los coches tienen que pasar la ITV, hay que volver a extender las recetas médicas y los planes de ahorro precisan de ajustes.
El Estado debería de funcionar bajo el mismo supuesto. Todos los códigos deberían de caducar de forma automática tras un período de tiempo concreto — 12 ó 15 años, pongamos — a menos que los legisladores vuelvan a introducirlas en vigor de forma expresa. Lo mismo en el caso de toda instancia o programa creado de forma legislativa. Los congresistas y las legislaturas estatales deberían quedar obligadas a revisar su actividad de forma regular, realizando modificaciones de relevancia, eficacia y solvencia, y permitiendo que las modificaciones que hayan superado su vida útil dejen de estar en vigor.
"El supuesto que debería primar es que las leyes son soluciones experimentales a problemas sociales que deseamos eliminar", dice el politólogo Matthew Franck, del Instituto Witherspoon de Princeton, Nueva Jersey. Si las soluciones funcionan y siguen siendo necesarias, la legislatura siempre podrá ampliar su vigencia. Pero si los experimentos fracasan — la "solución" no solucionó — "un capítulo de vigencia ayuda a prevenir el problema de que intereses políticos, dentro y fuera del Estado, consoliden su protección por interés a pesar de su fracaso o su relevancia".
Los capítulos de vigencia de los códigos no son una idea novedosa; reformistas estadounidenses que se remontan hasta los artífices de la constitución han defendido la idea. Tan numerosos y profundos son los obstáculos a la buena administración pública, escribe Thomas Jefferson en 1789, que debería quedar claro "a todo varón práctico que una ley de vigencia limitada es mucho más útil que la que precise de medida de derogación". El Congreso ha incluido en ocasiones una cláusula de vigencia de las leyes federales. La ley que dio lugar a un consejo independiente post-Watergate caducó en 1999. La prohibición federal a las armas de ataque, implantada en 1994 con una horquilla de 10 años, dejó de estar en vigor en 2004. Aun cuando las fechas de caducidad simplemente se superan, como en el caso de los capítulos de la Patriot Act o las bajadas tributarias de la era Bush, al menos obligan a los legisladores a debatir si debe de prolongarse el código en vigor.
Pero las modificaciones improvisadas no alteran el supuesto subyacente de que las leyes que implanta el Estado son para siempre. Es ese supuesto, y la cultura política en la que redunda, lo que dificulta tanto la reforma de los códigos de regulación o los programas públicos.
La clave de la reforma es prescindir del supuesto de que una ley sigue vigente a perpetuidad una vez aprobada. Por desgracia, las vistas "de saneamiento" como la del gobernador Dayton son rarísimas; no sucedió nada parecido en Massachusetts en los últimos tiempos. Se han visto iniciativas puntuales para abordar el problema en el Congreso: A finales de los 70, por ejemplo, el senador de Maine Ed Muskie presentó un proyecto de ley que anulaba la vigencia de la mayoría de los programas federales tras 10 años. Aunque contaba con apoyo bipartidista desde Barry Goldwater a Ted Kennedy, el proyecto de ley nunca llegó a tramitarse.
Es hora de volverlo a intentar, y no solamente en el Congreso. "Una burocracia pública es lo más parecido a la vida eterna que verá usted sobre este planeta", observó Ronald Reagan en una ocasión. Si las leyes vinieran con fecha de caducidad, eso cambiaría. Y los legisladores no tendrían que esforzarse tanto por derogar códigos ridículamente obsoletos que regulan parrillas de vehículos y hembras de faisán.
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