Hermanos: la mayoría de nosotros estamos hechos un hatajo de pijos de ciudad que nos encanta ir en fin de semana a la España vaciada y despoblada para hacernos unos cuantos selfies y subirlos a nuestro muro de Facebook. Luego nos vamos a casa y enchufamos nuestro wifi. Nos conectamos a internet y les hacemos saber a todos nuestros amigos que somos unos defensores de la naturaleza, el paisaje y el territorio salvaje en general.
Y se nos olvida que allí, en la provincia vaciada se quedan un puñado de vecinos, la mayoría de sesenta años para arriba, que les cuesta saber que es internet. Que su vida es mantener las cuatro huertas y cultivos que tienen y que están viendo como los pinares se están comiendo las antiguas fincas de almendros, olivos y algarrobos.
Nadie está cuidando las nuevas zonas boscosas que crecen vírgenes, frondosas y bonitas pero peligrosas como la pólvora.
Los pijos de ciudad nos escandalizamos cuando, en estos pueblos semi-vacios, se pretende poner un parque eólico o plantar una importante extensión de placas fotovoltaicas. Porque nos romperá nuestro paisaje idílico, nos dolerá la vista cuando en sábado por la mañana vayamos de excursión y, en lugar de los almendros en flor o los algarrobos brotando en primavera, vean una plantación de placas solares. Los pijos ponemos por delante nuestra visión de ese mundo de “documental de La 2” desde el sofá. Pero no tenemos en cuenta que, como no fijemos la población al territorio, perderemos el paisaje y el territorio… todo. Casi mejor plantar fotovoltaicas que generen energía limpia que una despoblación galopante.
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