Hace más de un año llegó a mis uno de esos libros que he deseado leer desde que se anunció su publicación.
Literalmente, lo devoré. Y lo he estado frecuentado desde la primera lectura, convirtiéndose en una biblia vital y en una bitácora del destrozo emocional.
Regresar cuantas veces sea posible a la correspondencia que durante veinticinco años mantuvieron Allen Ginsberg y Jack Kerouac, los padres de la Beat Generation, no es menos que una experiencia lisérgica.
Corrijo: es más que una experiencia lisérgica.
Cartas (Anagrama, 2012) es un viaje hacia los agrestes senderos de la médula de aquella generación que hizo lo imposible para vivir a su manera, ajena a las convenciones y a lo oficialmente establecido. Una generación que decidió sin decidir ser diferente, una generación que cambió, y repotenció, no pocas sensibilidades artísticas en el mundo entero, una generación que bien puede preciarse de tener hijos, nietos y bisnietos.
No hay que pensarlo dos veces: con los Beats todas las reverencias del caso, prendamos velitas, que estas cartas son de por sí un peregrinaje salvaje. Estas cartas son la Biblia de todo aquel que se haga llamar Beat, ya sea porque se considere tal, o se considere tal en la más risible impostura, puesto que los hay y felizmente muchos. No es para menos, porque cuando se nos habla de Jack y Allen, es como si se nos estuviera hablando de dos de nuestros más grandes amigos que, sin haberlos conocido, nos enseñaron y no dejan de enseñarnos, y ahora con mayor razón, porque el presente epistolario nos hará admirarlos y quererlos mucho más.
¿Quién en su vida no se ha sentido, aunque sea por alguna sola vez, un Beatnik? Si existiera una cápsula que nos transportara al pasado, estoy seguro de que más de uno no desaprovecharía la oportunidad de vivir el convulsivo contexto que nutrió la hechura de obras como El camino y Aullido.
Aquí nos enfrentamos a una verdad irrefutable: lo que vivieron los integrantes de la Generación Beat, solo contados lo pudieron vivir, solo los elegidos por los dioses.
La publicación de este libro es, sencillamente, un hecho histórico e irrepetible. Estamos pues ante una radiografía de la gran bestia, desde las entrañas y sin afeites, en cuyas páginas Ginsberg y Allen no se guardan nada. Lo dicen todo, disparan sin mirar. Se aman, se odian, se admiran, se envidian, y, ante todo, se brindan mutuo apoyo. Y esto es lo que retumba en estas páginas, la constante y desinteresada ayuda que se brindaban, en tajante ejemplo de generoso desprendimiento que solo podemos ver entre los verdaderos grandes, detallito del que casi nunca somos testigos entre las estrellas del firmamento literario actual.
Allen es cauto, racional, y siempre premunido de dudas; Jack en cambio es explosivo y sensual. El primero tenía diecisiete años y el segundo veintiuno cuando se conocieron. La atracción fue inmediata. Allen quedó obnubilado con el atractivo de Jack, pero también con su sensibilidad temeraria, gregaria, que indefectiblemente influyó en él. Leyendo las cartas, nos damos cuenta de que Allen es el acicate de las mismas, el que habla más de sus proyectos, un yoísta por excelencia, al punto que en más de un tramo agobia a su amigo, quien se ve obligado a tratarlo mal en más de una misiva, lo trata tan mal que no sorprendería que las réplicas de Allen hayan sido escritas con una incesante lluvia de lágrimas, pero este guarda su dolor y no encuentra mejor oportunidad de desquitarse que petardeando el ego de Jack, destilando harto despecho, afinando aún más su espíritu crítico, en especial cuando lee por primera vez el manuscrito de lo que sería su novela más celebrada, tildándola de mediocre, pésimamente escrita, que de nada sirve su fuego verbal si esta no guarda una coherencia estructural. Jack no responde, sino espera, espera lo suficiente, la siguiente misiva de su amigo enamorado que se compromete a hacer todos los esfuerzos posibles para que se su libro se publique, y claro, le pide perdón por lo que le dijo. Y Jack le perdona. Siguen escribiéndose, desde distintas partes del mundo, relatándose sus experiencias, pero también por el mero hecho de escribirse, de escribirse para no perder contacto. Ambos se necesitan.
El derrotero de los padres beats no fue feliz. El derrotero de los padres beats estuvo signado por la intensidad, e intensidad es la fuerza nutricia de este Documento – Monumento, que desde ya debe figurar entre las joyas de la literatura contemporánea.
|