Desde hace unos días vengo leyendo Jardines de la Disidencia. Si hay un autor de quien espero fagocitar absolutamente todo, ese es precisamente Jonathan Lethem.
Esta lectura me lleva también a repasar la obra de este autor, como quien intenta forjar una especie de cartografía, como quien ubica su privilegiado sitial en la narrativa contemporánea. No hay que pensarlo mucho: estamos ante uno de los autores que hacen de la epifanía una marca registrada y se hace menester seguir esta epifanía, no dependiendo del aura de su condición de novedad, es decir, no limitarnos a comentar los libros de los autores que nos gustan a razón de su último libro. A veces resulta gratificante retroceder un poco para poder avanzar con paso firme, para darnos cuenta del valor de su epifanía.
Por eso regreso a su penúltima novela. Una novela que se me ha revelado de manera muy especial gracias a su oculta relación con la librería Brazenhead Bookstore, en donde Lethem trabajó durante un tiempo.
A esto sumemos una idea que vengo barajando desde hace un tiempo y que ahora me permito compartir: la crítica literaria no debe suscribirse a las novedades, no debe ser esclava de lo llamado “último”. En este sentido, bien nos podemos preguntar por todos aquellos libros buenos que leemos y que pasan desapercibidos debido a que nos acercamos a ellos a destiempo. Para quien esto escribe, esta realidad no es más que una injusticia. Tampoco sugiero que reseñemos libros publicados hace más de treinta años, no, esa no es la idea. La idea es la de ayer, hoy y también mañana: recomendar buenas lecturas.
Empecemos: Jonathan Lethem no tiene lectores. Jonathan Lethem tiene hinchas. Fue a inicios de 2006 que leí La fortaleza de la soledad y decidí seguirle el rastro en cada uno de sus títulos. No todos, obviamente, me significaron una maravilla, pero en cada acercamiento quedaba hechizado por su coherencia narrativa, que descansaba en la exploración formal y su variopinta fuerza nutricia que recogía en demasía del rock, el comic, el cine, las artes plásticas y las novelitas de kiosko. Ni hablemos de su prosa, premunida de un extraño respiro radiactivo que no pocos escribas quisieran exhibir.
Ahora, hay que ser un alucinado para escribir una novela como Chronic City (Mondadori, 2011). No todos están dispuestos a proyectar en los lectores la condición de hijo mimado no reconocido de David Lynch. Esta última novela, más allá de su clave autobiográfica, no solo es para los seguidores del autor, sino también para los que quieran a llevar a cabo, en 446 páginas, una sesión psicotrópica en la experiencia de la palabra.
En ella tenemos pues a dos personajes que se complementan, tanto Chase Insteadman y Perkus Tooth cumplen en sus roles de disidentes de la soporífera cotidianidad. De lejos parecen poseros insoportables, pero de cerca no son más que fisonomías morales rubricadas por la extravagancia y el sino desdichado (carencia de plenitud) que los envuelve. Sin este par, Lethem no hubiera intentado cumplir con su objetivo: la creación de una ciudad paralela de New York. Una canábica novela total, sin tronco ventral definido pero sí con nervudas ramas oscilantes que nos acercan a personajes guiados por el yugo del consumo y la mentira, esclavos de los alucinógenos y las drogas, al punto que el nombre de una de estas titula la novela.
Ahora, lo que obnubila es el cambio de registro narrativo que Lethem lleva a cabo. Por momentos tenemos la impresión de que estamos ante una novela hermana de Huérfanos Brooklyn y La fortaleza de la soledad, es decir, una historia anclada en un tenue realismo condimentado con humor y enciclopedismo popular (por cuenta de Perkus Tooth, por supuesto). El drama personal de Chase Insteadman, que a sus años lucra de su relativa fama de actor infantil y cuya novia Janice Trumbull, atrapada en el espacio, le manda amorosas misivas públicas, parece ser el camino a seguir por el lector; sin embargo, cuando Insteadman conoce a Perkus no solo su vida se asienta en otro sendero, también el sentido mismo de la novela, convirtiéndola en un aparato narrativo de registros que nos recuerda a los de Nova Express de Burroughs, Amerycan Psycho de Ellis, Dinero de Amis y, muy en especial, de Una mirada en la oscuridad de Philip K. Dick. O sea: un celebratorio cóctel Molotov. Lethem abandona por completo el código realista para insertarse, gradualmente, en uno que bebe de la ciencia ficción y la fantasía por igual. La aparición de un tigre, por ejemplo, en un comienzo presencia potenciada por la desaforada mente de Perkus, que amenaza con tragarse a la ciudad de New York, sobrepasa su condición simbólica y metafórica para asentarse como el protagonista central de esta excelente novela que ubica a Lethem, una vez más, como la voz más explosiva y personal de la generación del relevo de la narrativa gringa, la que espera tomar la posta de Roth, McCarthy, De Lillo, Ford y demás.
Lees a Lethem y te dan ganas de coger un machete, partirle la cabeza y comerte su cerebro. Eso es la posteridad.
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