A los quince ya merodeaba el muchachito por los cinemas de su minúscula ciudad marinera a la búsqueda de certificar la propia vida con el documento preciso y mágico de las distintas aventuras que las pantallas pudieran ofrecer. Y es que me lo creía, eso es todo. Que no bastaban las propias películas en sí, puesto que un servidor se metía tanto en el papel que, o bien salía de la sala creyéndome el protagonista de turno y apareciendo ante los demás cariacontecido o exageradamente exultante, o bien antes de entrar ya iba preparado con todo lujo de detalles como el mismísimo. Era algo parecido a un rito.
Recuerdo la tarde en que me dirigí, sin miramiento alguno, al cine Apolo de invierno ataviado como lucía Lucky Jackson en uno de los carteles que colgaban enmarcados en la artística fachada: traje gris claro, camisa blanca de cuello almidonado, la corbata negra de lana que le cogí a hurtadillas a mi padre, un poco de brillantina en el pelo y mis botines negros de estilo «biteliano» lustrosos donde los hubiera. Menos el tupé, lo más calcado al ídolo que estaba el menda. Pues ese día, de llovizna intermitente, estrenaban Cita en Las Vegas, de Elvis Presley y Ann Margret.
De Elvis lo sabía casi todo, dada mi condición de adicto a la que por entonces se denominaba música moderna. El rock de la cárcel lo tenía clavado en la guitarra y en la garganta, me consideraba el rey criollo, encandilé como nadie a las alumnas del Colegio del Santo Ángel con Love Me Tender, y a través de la mirada le decía constantemente a mi primer amor lo de Don’t be cruel… Sin embargo, a Ann-Margret la esperaba como agua de mayo; ya que leía y leía sobre ella, y cuanto más leía más aumentaba el deseo de tenerla entre mis brazos, de cantarle, de bailar parejamente y terminar rodando por los suelos de los escenarios. Así que me arrellané todo lo que pude en la butaca de patio, decidido a “echarle el lazo” como fuera a la escurridiza y rutilante Rusty Martin. Y me dejé llevar…
Ni que decir tiene que desde los créditos me movía inquieto, porque de lo que saliera por mi boca en forma de notas musicales dependería el que mi amada en la distancia se rindiera. Y así fue. Una tras otra, las escenas se sucedían y las canciones se derramaban por encima de los bordes de mi corazón: What’d I Say, The Lady Loves Me, Today, Tomorrow and Forever, Ifyouthink I don’tneedyou, C’moneverybody…Yo las canturreaba, que conste. Y me importaba poco el repetido aviso del respetable. Así que, sin quererlo, y por tanto movimiento, terminé deslizándome del asiento dando un costalazo sobre la alfombra de los de aquí te espero. ¿No se lo creen?… Pues pregunten, pregunten a Matías, el acomodador, que me levantó resignado y a continuación me invitó amablemente a que saliera de la sala.
A mí el despido me afectó poco el ánimo, la verdad. Por eso, y aunque la osamenta la tuviera dolorida, cuando salí no pude contenerme más y me exhibí ante el mundo entero, dándome palmaditas en las piernas a modo de los timbaleros y cantando a pleno pulmón con los brazos como para volar, Viva Las Vegas, Viva Las Vegas, Viva Las Vegas…
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