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El mar de la vida no admite la cultura que oprime

“El verso de la creación no puede marchitarse a nuestro antojo”
Víctor Corcoba
martes, 9 de junio de 2020, 09:26 h (CET)

Me gusta el planeta con su horizonte celeste, dispuesto siempre a abrazarnos, pero también me ensimisma ese oleaje de sueños que nos alientan, ese mar de la vida en perenne movimiento, que moviliza el corazón y nos recluta a navegar por los abecedarios de los sentimientos. La calma absoluta no es norma en nosotros ni en nada de lo que nos rodea. Todo ha de estar vivo, empapado por el aire y el agua, y todo ha de poseer la fuerza de la esperanza, que no es otra que la luz vertida de unos hacia otros. Hemos de hacer, pues, de la preciosa y sorpresiva crónica un motivo de celebración permanente. No estamos para destruirnos, sino para ser tiernos con esa eternidad que nos circunda y que a todos, por igual, ha de pertenecernos. Quien no valora lo que tiene difícilmente puede entender nada. Hoy sabemos que la masa de agua absorbe alrededor del 30% del dióxido de carbono producido por los humanos, amortiguando los impactos del calentamiento global. También nos consta que esa concurrencia de suelos, que nos facilita el camino de nuestros andares, requiere de esa biodiversidad natural, que es la que nos pone alas y vivifica. Por eso, es menester que nuestras huellas mundanas se sensibilicen con ese espíritu natural para no degradarse más. El actual modelo de desarrollo, tan injusto como cruel, nos viene dejando sin alma. Olvida, que uno existe para hallarse en la poética sorpresa, de ser para los demás, ese soplo que no amarga y ese abrazo que endulza.

Indudablemente, nunca es tarde para rectificar. Comencemos por fortalecer ese innato espíritu campestre cuanto antes. Veamos la manera de no defraudarnos. El verso de la creación no puede marchitarse a nuestro antojo. Necesitamos otras luces menos interesadas. La sabiduría de los relatos armónicos del tiempo, nos reconoce esa voluntad respetuosa con todo lo que nos rodea, ese buen uso de la composición que es lo que nos da memoria, ese ánimo creativo de generosidad y entrega hacia la mística del universo. Todo esto ha de reconducirnos hacia otros lenguajes, más en coherencia con esa comunión oceánica liberadora, que nos hace levantar los ojos y mirar hacia los verdaderos horizontes existenciales. Por desgracia, mayormente los dominadores del planeta son los grandes falsificadores. En consecuencia, urge regresar a esa legión de auténticos servidores, convencidos de que la mayor regeneración humana debe comenzar por nuestras propias actitudes, más respetuosas y responsables con la naturaleza, incluso con nuestra propia identidad. Quizás tengamos que entender de otro modo la política, las finanzas y hasta nuestros propios estilos de vida, arcaicos y opresores a más no poder, que dificultan cualquier alianza entre la humanidad y el ambiente. Sin duda, se requieren de otras fortalezas más cooperantes y persistentes con el planeta, lo que nos exige una modificación de tácticas. Tal vez, hasta un cambio de corazón. Sólo así, podremos propiciar otros deseos más níveos, porque ahora lo que prolifera en nosotros son las corazas. No olvidemos que, en el fondo son las relaciones entre nosotros, lo que nos hace ser más humanos, acrecentando nuestro espíritu humanitario en sentirnos activos.

Persuadido de esa profunda conversión interior, tan conciliadora como reconciliadora, el desafío consiste en asegurar otros cultivos más considerados con toda vida, sin dejar a nadie al margen, cuidando nuestro propio cordón umbilical con la naturaleza y atendiendo a recoger las experiencias vividas por nuestros predecesores. Es público y notorio que esta cultura que hoy nos gobierna se ha vuelto estéril, borreguil y siempre al servicio del poder, no de las personas como tales; tampoco suele aportar nada nuevo, es más de lo mismo, únicamente sabe de espíritu lucrativo. La espiral de los maltratos alcanza a la madre tierra y no desiste entre las personas. Nos merecemos otros desvelos; por ejemplo, nuestro afán contemplativo, al menos para no quedar vacíos y desilusionados. Sin duda, debe de hacernos bien despertar a esa dimensión pedagógica, con actitudes y acciones confluentes y benévolas, al menos para calmar tanto grito deshumanizador y vergonzoso. En lugar de vendernos y de vendarnos los ojos, busquemos la forma de sentir de otro modo, menos voraz y más sereno, pues no hay mejor liturgia que los oficios de cercanía y de acogida entre individuos. Circunstancialmente, creo que ha llegado el momento de saber cómo diseñar otros rumbos más equitativos, que propicien los encuentros y no los encontronazos. Ojalá nos dispongamos a mitigar todo aquello que nos impide relacionarnos. Vivir juntos es comprenderse y entenderse. Dicho lo cual, orgullosos de nuestras raíces, puede que tengamos que hacer actos de humildad y ejemplarizar esa mano tendida. Concebirse vinculado a ese hogar común ya es un paso adelante. Lo nefasto es emanciparse de todo y retirarse endiosado del camino, llevándose lo material y no el hálito del himno. Pongamos, en todo caso, el hábito del amor en nuestro andar.

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