Seguramente Aristóteles se quedaría hoy extrañado de la generalizada exaltación de la democracia a través de todos los medios de comunicación.
Si analizamos el contenido de la omnipresente democracia podemos ver que se trata del gobierno de la mayoría y que por fuerza tiene que ser legítimo y obligatorio. Pero que la mayoría siempre tenga razón es bastante problemático pues habría que analizar cómo se ha conseguido esa mayoría.
No sabemos si los ciudadanos han dado mayoritariamente su voto a un programa de gobierno, a unas medidas concretas, después de reflexionar seriamente sobre ellas o si realmente ignoran el programa que apadrinan que, normalmente, es conseguir el poder y luego ¡ya se verá!
El ciudadano normal suele votar, por inercia, al partido al que lleva votando muchos años y solo cambiará su voto cuando se produzca un desastre económico que ponga en peligro su sueldo, su pensión, su trabajo, su posición económica. El cambio de voto no es automático y el ciudadano puede continuar apoyando al partido que ha provocado el cataclismo.
Si el sistema democrático se basa en el voto de la mayoría, ¿cómo se consigue tal mayoría? ¿Qué función tiene la minoría? Es frecuente que la mayoría se consiga por medio de pactos, más o menos confesables, con otros partidos minoritarios que casi siempre representan una compra de votos o una cesión de competencias. La minoría que no quiera entrar en componendas con la mayoría se dedicará a esperar mejor ocasión en las siguientes elecciones, aunque mientras tanto se dedique a señalar los fallos del gobierno.
Se puede tener una constitución democrática en la que se fija la división de poderes y los derechos y deberes de los ciudadanos pero quedar todo ello en “papel mojado” en manos del gobierno de turno que encontrará los tortuosos caminos para burlar la ley y… a los ciudadanos. No creo que haga falta aducir ejemplos de estos cuarenta años largos de democracia constitucional.
Para que una democracia funcione se necesita la honradez de los políticos y la de los ciudadanos, cosa que podría conseguirse a través de una exigente educación que no es exactamente la educación para la ciudadanía que quieren imponernos, ni la variable ley general de educación, cambiable a voluntad del gobernante de turno, restrictiva siempre de derechos.
También es necesaria para una auténtica democracia compartir una historia común en la verdad de nuestro pasado, que tampoco es la que quieren imponernos como ley de la memoria histórica. Si algo se quiere imponer con amenazas es claro que es rechazable. El más sagrado de los derechos de cada ciudadano es tener su propia opinión respecto a la religión, la violencia de género, el calentamiento global, o el feminismo, por ejemplo.
No nos dejemos seducir por el vacío razonamiento de que vivimos en el mejor de los mundos posibles: la democracia, sin educación y diálogo, no funciona. El gobierno de la mayoría no garantiza que sus decisiones sean las más acertadas, como podemos comprobar a diario.
Una constitución democrática tampoco garantiza nada si no hay una voluntad común de respetarla siempre y en toda ocasión.
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