A William Faulkner se la atribuye aquella frase que dice: “Algunas personas son amables sólo porque no se atreven a ser de otra forma”. Seguramente estuvo en lo cierto cuando hizo tal aseveración, pero otros, sin tantos méritos por supuesto, pensamos que la amabilidad, el respeto por los demás y sus ideas, el concepto de que una de las enseñanzas que nos proporciona la vida es la necesidad de aprender a convivir con los demás esperando, a la vez, que los demás sean capaces de convivir con uno mismo; no son más que instrumentos sumamente útiles no sólo para mantener la seguridad en sí mismo sino que, a la vez, forma parte de esta filosofía de la vida consistente en tratar a los demás, sea cual fuere su estatus y condición social, como quisiéramos que se nos tratase a nosotros mismos.
Es evidente que el hecho de envejecer, de conseguir cumplir años, de mantener un estado de salud aceptable y, a la vez, conseguir una calidad intelectual, si no óptima, algo muy difícil de mantener, al menos que nos permita mantener una calidad de vida aceptable; no es mérito de la persona sino que será designio de la Providencia, para aquellos que creemos en el más allá y del Sino para los que piensan que, en esta vida todo se acaba y no hay trascendencia alguna.
Sin embargo, en lo que hace referencia a nuestro comportamiento personal, a la forma que tenemos de administrar estas facultades de las que gozamos y de cómo vamos intentando conseguir que, estos últimos años de nuestra existencia, sean lo más fructíferos posibles en el ámbito de nuestras relaciones personales con aquella personas con las que nos relacionamos y que forman parte del entorno en el que nos desenvolvemos, sin duda alguna es una gran ventaja el mantener una actitud respetuosa, tolerante, amable, flexible y afable que pueda contribuir a hacer que, nuestra vida en la tercera o cuarta edad, se desenvuelva en un ambiente más confortable, menos tenso y estresante que si cayéramos en la tentación fácil de dejáramos ganar por el desánimo, el pesimismo, el mal humor y la radicalidad que quizá, en algunos momentos, fuera el sentimiento con el que más fácilmente nos podríamos dejar impulsar.
Alguien dijo que la vejez empieza cuando nos levantamos sin metas y nos acostamos sin esperanzas. Creo que estaba en lo cierto, al expresar esta idea, pero al llegar a cierta edad, a este punto en que los años se van acumulando como una montaña sobre las débiles espaldas de un anciano, quizá sea aventurado pensar que uno se pueda despertar con grandes metas, porque la meta, en los casos de longevos, cada día que pasa se va acercando más a la salida, de modo que llega un día en que una se confunde con la otra. No obstante, creo que una de las cosas a las que cualquier persona de la cuarta edad puede legítimamente esperar es llegar a aquel estado en el que el anciano, a la vista de todos los que lo conocen, de todos que comparten con él el tiempo que le resta de existencia, de aquellas personas que gustan de disfrutar de su compañía y de escuchar sus palabras, deja de ser una persona más para convertirse en alguien que merezca el respeto y consideración de la comunidad, en aquella persona que tiene el gran honor de pasar a la consideración de todos los que lo conocen, con el honorífica apelativo de “venerable anciano”.
En el Ejército es notable la dificultad para llegar a alcanzar un ascenso a grados superiores de mando, especialmente cuando la nación pasa por largos periodos en los que no hay guerras en las que conseguir llevar a cabo hazañas heroicas que ayuden a escalar, por méritos en campaña, grados más altos. En las personas mayores también es necesario irse ganando los galones que representan la consideración de todos aquellos familiares, amigos, personas de nuestro entorno o simples conocidos, personas que cuando nos vean aparecer no rehúyan nuestra compañía o traten de ocultarse para no convertirse en víctimas de nuestra pesadez o, lo que aún es peor, de nuestra incapacidad para expresarnos de forma coherente. Es la gran lección que la vida nos tiene reservada a quienes ya hemos escalado las últimas etapas de esta penosa ascensión al último repecho de esta gran montaña por la que hemos ido ascendiendo desde que nuestra madre nos puso en este mundo al desprendernos de la placenta. Si hemos sido capaces de aprender a enfrentarnos con sensatez y humildad a ese momento crucial de nuestra vida, con seguridad que estaremos mejor preparados para alcanzar con dignidad el momento cumbre de nuestra despedida.
O así es como, señores, desde la óptica de un simple ser humano, debemos tener la mente abierta para entender que, cuando llegue el momento en que nos corresponda enfrentarnos al final, saber que vamos a estar solos sin que nadie pueda darnos una mano. Confiemos en que no todo concluya con este Purgatorio que, para todos, ha sido nuestro paso por lo que la Biblia define como “valle de lágrimas”. Al menos nos gustaría poder disponer de este título póstumo de “venerable anciano” para poderlo presentar, como certificado de buena conducta, ante el venerable San Pedro. Pero, es ¡tan difícil de conseguir¡, no sé, no sé.
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