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La magia de los magos

“Regala a un niño un juguete y él te regalará una sonrisa. ¿Hay algo más puro en este mundo que la sonrisa de una niño?”
César Valdeolmillos
miércoles, 7 de enero de 2015, 08:15 h (CET)
Hemos culminado las fiestas de Navidad con la celebración de los Reyes Magos. De este día, mis recuerdos son contradictorios. No puedo olvidar el nerviosismo y la impaciencia con que me metía en la cama la noche anterior y el trabajo que me costaba dormirme. No sabría decir que era mayor: si el deseo de tener en mis manos el esperado regalo o la comezón por saber con qué me encontraría a la mañana siguiente. A todo ello había que añadir mi natural curiosidad y deseo de, fingiendo que estaba dormido, ver como los magos de Oriente dejaban sus presentes en el balcón de mi casa. No sé por qué, siempre imaginé que entraban por el balcón. El hecho es que me vencía el sueño mientras en mi interior se agitaba todo ese revoltillo de sensaciones.

No tengo memoria de haber visto ninguna Cabalgata en mi infancia. Ni siquiera sé si las había. Eran años duros, años de ausencia de nada, porque nada es lo único que había. Pero nada, salvo el aliento de dos bestias, era lo que había en aquel establo, que pudiera atemperar el frío que en el alma de aquel niño, habría de producir la maldad inhumana de los hombres. No se sabe cuántos fueron aquellos que de Oriente llegaron a adorarle. Ni siquiera si eran reyes, eran magos, ambas cosas a la vez o ni una ni otra. Quizá les llamamos magos, porque magia y sabiduría hubo aquella noche. A quienes en todas partes habían negado cobijo, donde todos veían a un hombre y una mujer recién parida con un niño en los brazos refugiándose del frío en un establo, aquellos que desde Oriente habían sido guiados, magos o reyes, se arrodillaron y adoraron porque en aquel niño recién nacido supieron ver al Rey de la creación.

Fue en los años de la madurez cuando descubrí el gusto, el encanto y la magia de las cabalgatas de Reyes. No por la fascinante pompa –más imaginada que real— con que hacen su entrada en la ciudad los prestidigitadores alquimistas que convierten en realidad los sueños e ilusiones de millones niños en una misma noche en distintas partes del mundo.

Para mí, el espectáculo no está en la calzada por la que discurre el multicolor y jubiloso cortejo de la ilusión. Lo realmente sublime, envidia de los cielos, está en los embelesados rostros de esos niños, que incrédulos, ven desfilar las para ellos mágicas carrozas, haciendo realidad sus hermosos sueños.

Lo prodigiosamente enternecedor está escrito en esas miradas de increíble asombro, nubladas por la emoción y en el atronador clamor que brota de sus gargantas ante la aparición de la comitiva mágica que precede a los regios personajes. El indescriptible prodigio se produce en las imágenes de esos rostros candorosos —lo más parecido a la sonrisa de Dios— ante la fascinación que para ellos es ver pasar el brillante séquito formado por los heraldos, los reyes de armas, el tropel de caballos, vistosas gualdrapas, lucientes cascos, centelleantes armas, ondeantes plumas, y después los pajes con el escudo de la ciudad, mientras las músicas acompañan el desfile de la cabalgata, a la que preceden cohetes y fanfarrias.

Nosotros los adultos contemplamos el paso de la comitiva como un festejo anunciador. El niño lo ve, no con los ojos que le permiten ver, sino con los de su imaginación creadora de un mundo fantástico e inalcanzable. Los ojos de un niño, no ven la realidad del mundo que nos rodea, sino la del paraíso que anida en su mundo interior. Un mundo que él desea que se haga realidad sacándolo fuera de sí, porque el mundo entero cabe en la mano de un niño. Y es que cuando un niño emerge a la luz, nace un mundo nuevo.

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