Decía Confucio que la ignorancia es la noche de la mente, pero una noche sin luna ni estrellas. No la deseo, y sin embargo la necesito a menudo cuando la luna se llena de monstruos y en cada estrella brilla una arcada.
Llevaba días viendo sus nombres y sin entrar para averiguar qué había ocurrido, quizás porque en el fondo sabía que no deseaba saber, que lo que iba a ver sacaría de mí una vez más no sé si la peor parte o tal vez la más justa, imagino que ambas aunque deba callar la primera. Pero al final lo hice: pinché en los enlaces y descubrí las espantosas historias de Timple, el perro de Lanzarote y de Grisito, el gato de Manacor.
Timple, una vida con el asfalto y el cielo como lecho y techo de su flaco cuerpecillo. He visto que lo bautizaron con el nombre de la calle por la que solía deambular y una foto con los cacharritos de agua y comida que buenas personas le dejaban. He sabido que era inofensivo y extremadamente asustadizo. He conocido que de una protectora intentaron cogerlo varias veces, pero que por ese temor que sentía ante la gente nunca fueron capaces. A saber cuántas cicatrices llevaba escritas en su cuerpo para guardar tantas heridas en la memoria. Y he contemplado también la sobrecogedora imagen de cómo se lo encontraron: las cuatro patas atadas, el hocico rodeado por cinta y sujeto con una brida. Timple murió asfixiado tras una agonía inimaginable mientras la mujer y el hombre que le estaban haciendo aquello lo iban grabando.
He leído la versión de los hechos de esa pareja asegurando que lo cogieron para ayudarle, que lo inmovilizaron para que no se les escapase y no les mordiese, y que su muerte se produjo de forma accidental. Que de algún modo lograron atrapar a Timple, el perro que huía de las personas, es lo único que me creo de las explicaciones de los dos engendros que lo torturaron hasta la muerte, porque el que Timple, el perro que nunca le hizo daño a nadie les atacase y que su muerte prolongada y rodada fuese un accidente, sólo pueden ser embustes propios de seres abyectos capaces de hacerle algo así a una criatura buena que arrastraba su hambre y su miedo por las calles. El juez también los supo culpables y la sentencia ha sido cuatro meses de cárcel, en la que no van a entrar, y dieciséis meses de inhabilitación para ejercer cualquier actividad relacionada con perros.
En el caso de Grisito, el gato, unos jóvenes lo ataron, lo golpearon sin piedad, lo arrojaron repetidas veces contra el suelo y uno de ellos le metió los dedos en los ojos hasta sacarle uno de la órbita. Cuando los juzguen todos sabemos que la condena será similar y que lejos de disuadir animará a ese tipo de psicópatas a repetirlo y a otros a probarlo, por eso Timple no fue el primero y Grisito no será el último en la inmensa y sangrienta lista de animales víctimas por partida doble a manos de canallas violentos y del desprecio legal.
¿A qué se debe que a pesar de un caso tras otro de maltrato atroz de animales ante los que todos juran sentir repugnancia, no se lleve a cabo de modo inmediato una reforma del Código Penal para endurecer las penas por estos delitos?
¿Acaso es miedo a la reacción de sectores como el taurino o el de la caza, al fin otras formas de maltrato aunque legal?
¿Será hipocresía porque en el fondo a la mayoría de nuestros representantes políticos, sea cual sea su color, les trae sin cuidado el sufrimiento de miembros de otras especies? Y aun en este último supuesto, ¿puede deberse a una profunda estupidez incapaz de ver el vínculo entre la violencia con humanos y con animales?
Me gustaría que se llevasen al estrado del Congreso los cadáveres ensangrentados y reventados de Timple y Grisito, que todas y todos los diputados pasaran junto a ellos y los contemplasen durante unos segundos, aunque sé que eso no es posible. Lo que sí es viable y probablemente muy necesario es proyectar en una pantalla dentro del hemiciclo las grabaciones disponibles de sus agonías y de sus cuerpos sin vida, explicando con detalle el tormento que se les hizo padecer a cada uno de ellos. Y después que se sometiese a debate y a votación un proyecto de ley para endurecer las penas por este tipo de delitos y que a partir de ya supongan varios años de prisión para sus autores.
Ya que cargamos los ojos de lágrimas, el estómago de náuseas y los puños de rabia cerrada ante hechos tan espantosos como frecuentes, que llenemos también nuestro cerebro con el conocimiento de los nombres y apellidos de aquellos diputados que se abstienen o votan en contra de que delincuentes así cumplan condenas de cárcel, demostrando que no son dignos de ocupar el escaño de un Parlamento en 2020, porque los timples y grisitos que han sido y serán se merecen protección efectiva, y porque las ciudadanas y ciudadanos no podemos seguir consintiendo gobernantes con semejante falta de valentía, ética y evolución.
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