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La batalla del virus

Hay cosas en las que no hemos reparado, aunque son evidentes
Manuel Montes Cleries
jueves, 5 de noviembre de 2020, 09:54 h (CET)

Hace unos días escuchaba una entrevista en un programa de radio realizada al eminente escritor Arturo Pérez Reverte. El antiguo periodista y hoy académico de la lengua, ha publicado un libro sobre la batalla del Ebro. En “Línea de Fuego” recoge ese largo episodio de la guerra incivil española en el que perdieron la vida unos 20.000 españolitos. La gran mayoría de menos de 25 años de edad. El escritor consideraba estos hechos como terribles. Y yo lo ratifico.

Los comentarios de mi admirado novelista me hicieron recapacitar sobre las cifras de la pandemia que, en este nefasto año 2020, está asolando el mundo y especialmente a nuestra querida España. A lo largo de estos meses, el número de fallecidos a causa de la pandemia en nuestro país (sin contar aquellos que no fueron contabilizados en los primeros días), casi duplica el número de bajas de la batalla del Ebro. La diferencia más señalada de estos datos se encuentra en que aquellos fallecidos de 1938 eran en su gran mayoría jóvenes. Los de este 2020 son pertenecientes en gran proporción al segmento de plata (desde los 70 años en adelante).

Cada día fallecen en nuestro país una cifra superior a 200 enfermos de covid-19. Es como si cada día se estrellara un avión de mediano tamaño. Son cifras que ya no nos dicen nada. La frecuencia de las mismas les relega a un lugar apartado de nuestra mente.

Entretanto la opinión pública se centra en calificar las desafortunadas declaraciones del Señor Simón, las luchas internas de Podemos en Andalucía o la toma de posición del Partido Popular, que últimamente no está cómodo en ningún lado; que si Biden o Trump. Los próceres del país ocultan su incapacidad con comparaciones con los países de nuestro entorno, que también están apañados.

Estamos embarcados en una batalla en la que los combatientes de a pie estamos desarmados y siguiendo las instrucciones que nos transmiten “los mandos”, que no tienen ni puñetera idea de cómo hacerlo. Nos ponen en retirada como los malos generales que no admiten su incapacidad. Ordenan dar media vuelta y “seguid avanzando”.

El mundo es como un gran trono que llevamos sobre nuestros hombros. Los mayordomos y capataces gritan desaforadamente. Pero como los curritos que llevamos los varales nos “tanguemos”, esto no marcha. Los listos de turno se sublevan. Ellos necesitan fiestas y saraos, copas y cachondeo. Su protesta se basa en romper y robar. No en servir, ayudar y meter el hombro.

Se mueven, se encuentran, se entremezclan, se contagian y le largan el “bicho” a los que somos personas de riesgo.

Las batallas se acaban por la falta de contendientes o el encuentro de un armisticio. En este caso, al encuentro de una vacuna eficaz que nos permita vencer de una puñetera vez al enemigo común.

Entonces todos se pondrán medallas y saldrán en las fotos. Mientras tanto seguiremos despidiendo a los fallecidos en el “accidente” de cada día. Una especie de avión del Imserso.

Me temo que nos van a volver a confinar. Seguiremos aplaudiendo cada día a los héroes de la sanidad que nos están haciendo más llevadera a esta guerra contra el “bicho”. Compraremos provisiones y papel higiénico como si se acabara el mundo. Esto es lo que hay. 

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En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley.

Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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