Nuestras palabras no son inocentes. Inciden en ese magma enmarañado que es la existencia. Suponen una modificación, apenas insignificante o absolutamente irrevocable, de la realidad. Este es el principio del que parte la teoría de los actos de habla, enunciada por John Langshaw Austin en su libro póstumo Cómo hacer cosas con palabras, obra fundacional la pragmática, disciplina de la lingüística que se ocupa del estudio de la lengua en su uso. Hablar es hacer; es decir, cuando emitimos un mensaje, realizamos un acto. De hecho, Austin habla de enunciados performativos, que son aquellos que modifican de manera definitiva la realidad. Cuando el cura dice “yo os declaro marido y mujer”, está cambiando el mundo, al igual que hace el juez al decir “le condeno a dos años de cárcel”.
Nuestras palabras son actos y nuestros actos hacen transparente nuestra piel. Dejan ver quiénes somos, airean nuestra alma, la tienden al sol, como decía Claudio Rodríguez, para que muestre su inmaculada ingenuidad o sus manchas indelebles.
Por eso, lo que hacemos es el resultado de nuestros propios pilares morales. Entre dar la mano o negarla, entre dar las gracias o volver la vista, entre respetar el paso de cebra o acelerar, hay diferencia. Hay actos que son buenos y otros que son malos. Nuestras palabras, nuestros hechos, configuran la arquitectura moral de nuestra identidad.
Conviene saberlo. Puestos a ser egoístas, maleducados, groseros y gritones, es mejor hacerlo a conciencia. Y que se vea que uno sabe lo que hace.
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