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‘Todo Paracuellos’ de Carlos Giménez: esos ojos, esas miradas

Herme Cerezo
Herme Cerezo
martes, 17 de julio de 2007, 23:48 h (CET)
No sé quién tuvo la idea. Incido: ignoro de qué cabeza pensante pudo partir la idea, pero sólo puedo hacer una cosa: felicitarle por su oportunismo y brillantez. Incluir íntegra, en un solo volumen de la colección DeBOLSILLO de Random House Mondadori, la genial serie ‘Paracuellos’, rebautizada ‘Todo Paracuellos’, del dibujante de cómics, Carlos Giménez, ha sido una decisión francamente afortunada.

Comencé a leer las historietas de Carlos Giménez (Madrid, 1941) durante la segunda mitad de los setenta. Dibujaba entonces un par de páginas semanales en ‘El Papus’, revista satírica y neurasténica, de gratísima memoria y mordaz ingenio. Aquel semanario humorístico nos ayudó a "transicionar", es decir, a cruzar con trancos inseguros aquella franja imaginaria, pero real, que separaba la censura de la libertad, la noche del día, la Dictadura de la Democracia. Y allí los dibujantes Ivá, Óscar Nebreda, Ventura y Nieto, Já, García Lorente, Gin, Vives, L'Avi, Fer, Manel, Giménez y algunos más, hacían uso de sus magines, lápices y aerógrafos para que soportásemos mejor nuestras incertidumbres y nuestros anhelos en aquellos años tan inestables. ‘El Papus’, que allá por 1977 sufrió en sus propias carnes la mordedura de la reacción en forma de bomba, dejó de publicarse en 1987, tras quince años de existencia.

Las viñetas de Carlos Giménez, desde siempre, han rezumado un marcado poso social. Era (y es) el suyo un trazo comprometido, diestro en el blanco y el negro, poco amable pero veraz, reflejo de la situación social y política de la España del final del Franquismo y de la Transición. Sus historietas, algunas de ellas concebidas en colaboración con distintos guionistas, fueron recopiladas en tres álbumes, fundamentales para comprender la trayectoria del dibujante madrileño: ‘España, Una...’, ‘España, Grande...’ y ‘España, Libre

’. Al mismo tiempo, aquellos monumentos gráficos nos permitían saber lo que se cocía en nuestras calles, nuestras ciudades, nuestro entorno, la diferencia – abismal en muchos casos - entre lo que ocurría y lo que se contaba, entre la realidad y los telediarios, algo impensable ahora, treinta años después.

Hacia 1977, Giménez publicó el primer volumen de ‘Paracuellos’ en formato álbum, al que siguió ‘Barrio’, una suerte de continuación. Sin embargo, tal y como el propio dibujante señala en su página web, se prometió a sí mismo que más adelante retomaría una historia de la que tantas cosas se le habían quedado en el tintero del recuerdo. Y así surgieron otros cinco álbumes más que, sumados al primero, conforman este ‘Todo Paracuellos’.

En ‘Por si a alguien le interesa’, presentación del libro, el propio dibujante escribe acerca de la metodología seguida en su elaboración y de la elevada cantidad de horas de charla que consumió con antiguos compañeros de los hogares, bajo la atenta escucha de un magnetófono, testigo firme e imparcial. Porque el propio Giménez fue un interno más de varios de estos centros (el personaje Pablito es él mismo). De esta forma, su ‘Paracuellos’ inicial pasó a convertirse en un libro de voces y memorias colectivas, siempre pasadas por el tamiz de su dibujo privilegiado y de su mirada mordiente. Juan Marsé, que también nos introduce con un texto suyo en ‘Todo Paracuellos’, habla de que en todas y cada una de las historietas hay "chispazos de humor". Tengo que decirles que yo no los he encontrado por ninguna a parte. Lo que sí que abunda son los chispazos y destellos de terror que, no lo olviden, es el miedo descontrolado, y que, mezclado en un explosivo cóctel con la maldad de los instructores, provoca todas y cada una de las patéticas vejaciones a las que son sometidos los chavales. Pero eso no produce risa, sino desprecio hacia unos y conmiseración hacia otros. Un buen ejemplo de todo ello – hay muchos más - es el capítulo titulado ‘Soldaditos’, paradigma del abuso, del egoísmo y del infortunio.

Y saben lo que más llama la atención de este ‘Todo Paracuellos’: la mirada, esa mirada de los niños, esos ojos enormes, claros, irrefutables, temerosos que, en silencio, lo dicen todo: hambre, miseria, tristeza, dolor, orfandad. Pero aún hay otras cosas más que revelan esos ojos, esas miradas: la indefensión a la que se ven sometidos los muchachos del Auxilio Social. Y no sólo me refiero al adoctrinamiento en los principios del Movimiento del que son objeto, fruto del momento, de la Dictadura, de la "educación" de la posguerra. Me refiero al trato vejatorio que reciben esas criaturas, sometidas a un sistema prácticamente carcelario, donde los niños son víctimas de las frustraciones de sus educadores. No, me niego. Llamarles educadores a sus carceleros y carceleras sería una infamia, un insulto para la pedagogía.

Los discursos de Antonio, el instructor, que curiosamente guarda un tremendo parecido con un antiguo ministro de Trabajo de los gobiernos franquistas, son auténticas perlas. Sus bocadillos nos recuerdan aquellas citas tan inefables e inconmensurables de "España es una unidad de destino en LO universal" - ¿qué narices sería ese LO que allí adquiría valor de sustantivo? -, o aquella otra de "voluntad de imperio como plenitud histórica", ejemplo de retórica huera y abstracta, y, sin embargo, auténticos pilares doctrinales en los que se sustentaría el "proyecto educativo" de los Hogares, sazonadas con otra regla esgrimida todavía con mayor frecuencia que los dos principios anteriores: "la letra con sangre entra", entendiendo por letra cualquier cosa. Así la utilización de la zapatilla, la palmeta, la regla, el cinturón o el propio puño del instructor era algo consuetudinario y las palizas eran moneda de cambio común para todos aquellos muchachos, cuyas únicas "alegrías" consistían en esperar la visita de sus padres, el paquete de comida o soñar con un futuro mejor. Unos muchachos que, a fuerza ahorcan, a su manera, a su nivel, reproducían esa escala de valores y crueldades en su convivencia interna. Allí se vendía hasta la propia "vida" – ‘me debes la vida, me lo juraste’, llegará a decir uno de los internos a otro de ellos – por un mendrugo de pan o la merienda de una semana. ‘Todo Paracuellos’ es un retrato de época, un retrato cruel, duro, inapelable a todas luces. Y cierto.

Ahora que he vuelto a releer estas historietas que, al juntarse, han adquirido - de modo involuntario supongo - la forma y textura de una auténtica novela gráfica, no he podido evitar establecer una cierta comparación con el internado que nos muestra Cristophe Barratier en su película ‘Los chicos del coro’. Y con cierto asombro he constatado que, a pesar de las enormes diferencias políticas que en aquel entonces separaban a los dos países que lindan con la cordillera pirenaica, los métodos educativos no eran tan distintos: en España, el puñetazo o el palmetazo; en Francia, el método acción-reacción del que tan partidario de muestra el director del colegio galo y que tan funestas consecuencias acarreará al final de la película para el centro.

Lo único malo de ‘Todo Paracuellos’ es que, cuando uno cierra la última de sus seiscientas siete páginas, cuando le da la vuelta y contempla la contratapa, sabe que los niños se quedan allí para siempre, con su edad indefinida, encerrados, prisioneros de los Hogares, con sus miserias, su hambre y su desdicha. Y con esos ojos ... y esas miradas.

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‘Todo Paracuellos’, de Carlos Giménez. Ed. Random House Mondadori, S.A. Abril, 2007. Precio: 17,90 euros.

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